quinta-feira, 27 de outubro de 2011

Litografía Verde


 


 


I


 


Las cosas no fueron mal del todo. Sebastián, Marcelo y Nacho trabajaron bien. Llegaron a casa de los Estardas a eso de las 8 de la mañana. Marcelo, estaba lleno de dudas. Pero el azar de los acontecimientos disipó cualquier amago de fracaso.

Cuando llegaron a casa de los Estardas, éstos no se encontraban en la casa todavía. Alfredo, el mayordomo, inventando a bote pronto una excusa ridícula, los puso a trabajar en la cocina. Guillermina, la cocinera, una joven de alto porte, hay que describirla cómo un pura sangre, desde su metro noventa y su aire estoico , grandes dientes blancos en una boca carnuda sin fin, caderas aerodinámicamente portentosas, piernas cien metros vallas, ojos redondos de luna verde, tetas demoledoras, les puso a trabajar inmediatamente. A Marcelo, que tenía aquella pinta de confusión perpetua agarrada a la cara, lo puso a pelar patatas. Sebastián le confió a la cocinera que no sabía ni freír un huevo, y Nacho dijo tres cuartos de lo mismo. Les señaló la pica, que estaba abarrotada de enormes sartenes, platos, cucharas de palo, copas de cristal.

La cocinera les advirtió que tuvieran cuidado con las copas de vidrio, eran de un cristal francés carísimo que la señora Estardas adoraba. Se pasaron toda la mañana limpiando minuciosamente las copas, el resto lo dejarían para Marcelo.

La cocinera estaba preparando un pudín de alcachofa con arándanos y salsa de fresas a la Moranta, de primero. Para el segundo plato, indicado por el imprevisible señor Estardas, que por cierto, en cuestiones culinarias tenía una falta de tacto descomunal, pollo campestre con coca-cola, trufas de Aussex, patatas asadas flambeadas con coñac de Breaule, y un poco de verde, agrião, una planta picante mozambiqueña utilizada para ensalada. De postre, la cocinera les serviría una ensalada de frutas, con helado de frambuesa, muy adecuado para la estación veraniega.

A media mañana, el mayordomo, un hombre con cabeza de águila y rellenito cómo el cuerpo de un búho, se pasó por la cocina, cuchicheó alzándose de puntillas (igual que un roedor), en la oreja de la cocinera, y después habló con Marcelo. Mientras tanto, Sebastián y Nacho condimentaban unos pollos grandes cómo pavos. Marcelo se giró hacia ellos un instante, antes de atravesar la puerta de la cocina que daba a un amplio corredor. Al frente iba el mayordomo.

Llegaron a la segunda planta, de las cuatro que tenía el caserón de campo. El mayordomo introdujo a Marcelo en una habitación. Le explicó su siguiente tarea, que consistía en ver unas películas que allí se encontraban. Marcelo puso la primera cinta: un joven desnudo caminaba por una playa desierta. Atardecía, los colores eran hermosos, el joven también. La siguientes imágenes (todo sin música), eran las de un cementerio; un cementerio sórdido, inigualable en su decadencia, pensó Marcelo, ya que se veía a un personaje representando a la muerte, con un traje de monje, negro, y una guadaña; andando por una estrecha calle de nichos, en los cuales no había fotos de los muertos; si no pantallas de plasma, con grabaciones recogidas de los supuestos fallecidos, mostrándolos en diferentes facetas triviales de sus vidas; desde charlar amigablemente con los amigos en un bar, pasear en bicicleta. Hasta la aburrida espera en una consulta médica, o en la cola de la carnicería de un supermercado. En la pantalla de un nicho, una niña, vestida con un pijama, en lo que parecía ser un hospital, rogaba no morir, con los ojos llenos de lágrimas. Las imágenes siguientes eran las de un ataúd blanco chiquitito siendo introducido en aquel mismo nicho.

Marcelo tragó saliva, del cementerio la filmación se fue a un circo. En él, un payaso gordo y sin gracia, contaba un chiste malísimo. La gente (el circo estaba lleno) le tiraba piedras, mientras que otros payasos, con las caras pintadas de negro, los labios y las cuencas de los ojos de rojo, feroces cómo perros rabiosos, situados entre el público de las gradas, increpaban a la gente para que tirasen con más ahínco las piedras. Poco después, el payaso con exceso de peso, yacía en el suelo igual que una naranja desgajada. Los payasos diabólicos descendían; bailaban una danza patética rascándose el culo groseramente alrededor del payaso, le hacían carantoñas, la gente reía, y acababan llevándose al infortunado, arrastrado por los zapatones . El reguero de sangre dejado por el desgraciado, era absorvido con deleite por las impresionantes relamidas de una tigresa. En ese momento, varios empleados del circo, todos enanos con pelucas azules de mujer , situados a los pies de las gradas, levantaban unos carteles con la leyenda "Aplausos" , y la gente aplaudía sin ganas. La primera cinta acababa.


 

II


 

Los señores Estardas llegaron al caseron, como siempre, puntuales. El mayordomo los recibió y los puso al corriente de todo. Volvían de una larga estancia en la ciudad. La señora Estardas quiso saber con más detalle como era el personal. Los chicos parecen ser inmejorables, señora Estardas. Uno de ellos está en el cuarto de invitados viendo las películas que la señora ordenó. Los otros dos, están ayudando en la cocina. No tenía órdenes explícitas sobre ellos (continuó el mayordomo), y pensé que a la cocinera no le vendría mal una ayuda.

La señora asintió con la cabeza, empezó a subir los peldaños de madera noble de la gran escalera. Se paró un momento para mandarle al mayordomo que preparase su baño. Reinició de nuevo sus pasos y se volvió a parar, esta vez, girándose para encarar al mayordomo y preguntarle si sus hijos, Valentina y Eliseo, habían llegado. El mayordomo respondió afirmativamente. La señora Estardas desapareció elegantemente escaleras arriba. El mayordomo frunció las cejas en señal de preocupación. Tenía mucho trabajo por delante. El día no había hecho más que empezar.


 

III


 

Valentina entró en la cocina, de la nevera sacó pan de molde, jamón york y una barra de mantequilla. La cocinera quiso impedir que la joven se hiciese un sandwich. Valentina le dijo que no se preocupase, que siguiese a lo suyo. La cocinera se sintió ofendida por no poder ayudar, y soltó una especie de relincho, que quedó amortiguado con el crepitar de las patatas que colocó en la freidera con aceite hirviendo.

Sebastián y Nacho escucharon algo, pero no sabiendo determinar el qué, hablaron en voz baja y emocionadamente de la belleza de la joven. Cómo Marcelo seguía desaparecido, estaban terminando de limpiar las últimas sartenes. Valentina salió de la cocina con el sandwich en la mano, los chicos la miraron, ella a ellos también. Son muy guapos pensó la hija de los señores Estardas. Si hay una cosa que a mi madre no le falta, es buen gusto.

De la dantesca boca de la cocinera, salió el siguiente mandato. Los tres jóvenes tenían que servir la comida de la familia Estardas. Sebastián y Nacho intentaron explicarle a la cocinera que ellos no estaban allí para eso, que su trabajo era otro..,Qué, qué, hablad con el mayordomo que es quién os paga, dijo la cocinera, a mi me han dicho que estáis a mi disposición. Por lo tanto, dejaos de rollos e ir a ver a Betty, en realidad se llama Beatriz, no sé que gracioso le dijo que se parecía a una actriz de Hollywood, que ni del nombre me acuerdo, ni un bledo me importa. Ella se encarga de la limpieza. Id a buscarla, andará por una de esas tropecientas mil habitaciones. Os proporcionará la vestimenta para servir la comida. En el caso, no lo creo, que la star de la Betty no tenga ni idea del vestuario, buscad al chófer, él es el más antiguo funcionario de la casa. Lo sabe todo. El problema es encontrarlo parado en algún lugar. Cómo es el conductor, y la persona de mas confianza de la familia, y evidentemente no paga un céntimo de gasolina, no para quieto un segundo. Si los señores lo necesitan, lo llaman por móvil y al poco aparece. Son las garantías que ofrece, dijo la cocinera con una puntita de odio marcada en los ojos, el llevar más de 20 años chupándole el culo a una familia entera.

El mayordomo entró en la habitación de invitados al poco de que Marcelo hubiera acabado de ver la primera cinta de video de las tres que había. Oiga, le dijo Marcelo al mayordomo pajarraco, la cinta es caquética. El mayordomo sonrió con ese tipo de sonrisas, que más que nada, anuncian una dentellada lobuna; aunque se quedan en el amago, y se resuelven con unas collejas en el cogote, disimuladamente cariñosas, al sujeto lenguaraz, en este caso nuestro querido joven e ingenuo Marcelo.

No sé que has visto chico, dijo el mayordomo, pero trata de ver todo en la vida como una misma cosa: todo conspira positivamente, con sus virtudes e imperfecciones, para el fluir majestuoso de la vida. En verdad, Marcelo no entendió una mierda. El mayordomo le comentó que él, junto con sus dos amigos servirían el almuerzo de los señores. Que buscase a Betty para lo del traje de camarero. ¿Cómo es la mujer? Preguntó Marcelo. Se parece a Bett Davis, lo que más chiquitita. ¿Y quién es Bett Davis? Déjalo chaval, respondió el mayordomo.

Aurora, la señora Estardas, estaba disfrutando de su baño de agua templada en el yacusi. La vista era estupenda. Desde la ventana se veía el campo de golf, y al fondo, el bosque formaba leves colinas preñadas de robles. El cielo, completamente azul, le daba a la señora Estardas una sensación de inmediata volatilidad, de muerte, de vacío, gracias a varias grandes nubes, que se deshacían fulgurantemente. ¿Cuántas cosas, historias, gentes, nubes cómo esas, ha devorado ya, ese cielo insaciable? Se preguntó la señora Estardas, estirando el brazo y pulsando con su fino dedo índice el play de la televisión interna de la casa. En la pantalla del cuarto de baño, se veía a un joven sentado en una poltrona viendo la tele. La señora podía ver perfectamente el rostro del joven, y las imágenes que él veía.

La señora Estardas se sirvió más champán, bebió pausadamente mientras saboreaba los gestos contrariados del joven. Dejó la copa, se llevó dos dedos a la boca y luego al clítoris, se lo frotó suavemente, en círculos.

Gimió un poco cómo una perrilla joven, inexperiente. Al joven lo encontraba sensual y sobre todo desarmado, cómo un niño de cuatro años, que por unos minutos se queda sin su mamá que lo lleva cogido de la mano. Valentina golpeó la puerta del baño. Adelante. La única persona que tenía autorización a entrometerse en el momento de su baño, era su hija. Nunca jamás harían eso su hijo, y mucho menos, Manuel Estardas, su segundo marido, padre de Eliseo, pero no de Valentina, hija del primer matrimonio de la señora.

IV


 

Sebastián y Nacho encontraron a la tal Betty en la tercera planta, en una habitación estaba quitándole el polvo a unos candelabros. Tenía abierto el escote de su uniforme, de tal manera, que las tetas estaban casi que diciéndole adios a la propietaria, para vete tu a saber, irse a dónde. Se presentaron sus tetas antes que ella. Betty se abotonó el traje. Les pidió que la siguieran. La sala con los uniformes se hallaba en la planta baja. En la segunda planta se toparon con Marcelo.

Betty les ayudó en la elección de las ropas que debían usar para servir la comida. Se despidió. Betty era pequeña pero matona.

La señora Estardas, respetando todas las gilipolleces de su marido, esta no podía ser menos, la de ser puntual. Apareció en la terraza, donde comerían a las 2, a la dos menos dos minutos. Su marido ya estaba allí, con un dry martini en la mano y su puro en la otra. A la señora Estardas le daría un placer inmenso meterle a su marido aquel maldito puro por el culo. A la señora Estardas le gustaría…

No se les ocurra hacer ningún desastre, le dijo la cocinera a los jóvenes. Se sirve por la derecha de la persona, no olviden eso, es muy importante.

Los jóvenes estaban elegantísimos con aquellos trajes negros, camisa y pajarita blanca; más bien parecían unos candidatos al Oscar, que no unos camareros. Sutilezas de la señora Estardas. Marcelo fue el primero en llegar a la mesa con la bandeja del pudín. La dejó donde le dijeron, en el extremo opuesto donde se sentaba el señor Estardas. Sebastián cortaba el pudín, mientras que Marcelo y Nacho servían, siempre por la derecha, cómo les había indicado hasta la extenuación la cocinera caballo.

El pudín estaba exquisito, según sugirió la señora Estardas, colocando sus ojos en el culo de Nacho, cómo se enciende uno un cigarro, se quita uno un pelo de la lengua, o de la sopa, que es asquerosísimo, de una manera completamente natural.

Después vino el pollo americanizado del señor Estardas. Sólo le faltó venir volando, con esa sobredosis de (coca)-cola, nadie se hubiese extrañado de que a los pollos les hubiese dado un subidón de adrenalina, y hubiesen resucitado de su paso por el horno. A los machos Estardas, el pollo cocalómano les encantó, bebiéndose un par de botellas de buen Rioja, que en eso no eran estúpidos. Las mujeres, más concienzadas, por eso de la salud, de la vanidad, en definitiva, bebieron agua con gas. Antes de que los jóvenes, improvisados camareros dejasen los segundos platos, ellas, muy educadamente se recusaron. Los platos volaron de nuevo para la cocina en manos de Sebastián y de Marcelo. La cocinera, al principio, se sintió ofendida por el rechazo. De unas alarmantes dentelladas acabó con el pollo entero que estaba dividido en los dos platos. Así mató su rabia.

No ha dejado ni los huesos, le dijo Marcelo a Sebastián, tan contrariado cómo cuando estuvo, hacía nada, viendo aquellos siniestros videos con historias espeluznantes. No me extraña, en la boca tiene una picadora de carne. Le respondió Sebastián a Marcelo. Los dos siguieron a lo suyo.


 

V


 

Al terminar la comida el señor Estardas se fue a tomar una siesta. Esta costumbre española le parecía increíble. De hecho, más bien le parecía una sabia costumbre, pues si comer bien, era estupendo, cagar bien, era una delicia. ¿Qué se podía igualar a una buena cagada? Nada. Pero antes había que preparar el terreno. ¿Cómo? Haciendo una buena digestión, y, para ello, nada mejor que una buena siesta. Aunque el fin, y el placer de la siesta estaba en sí mismo, una de las agradables variantes de ésta, era una eficaz digestión y la consiguiente cagada (Tal vez la siesta no era más que el medio). El señor Estardas pensaba que las mujeres eran menos sensibles a esos placeres, pero andaba muy engañado. A todo ser vivo le encanta cagar, es algo que está inserto en nuestras fibras, cómo enclavado está nuestro planeta al sistema solar.

Valentina habló con su madre. Estaban de acuerdo, podían hacer la sesión de fotos con aquel moreno y el otro alto. La luz a esa hora tenía ese brillo un tanto desgastado de cuando avanza la tarde.

El mayordomo llamó a Marcelo (el moreno) y a Sebastián. Ahora váis a tener una sesión de fotos. Tomaros muy en serio el trabajo, a la señora Estardas no le gusta que se bromee con el arte. Si tengo alguna queja, os váis de aquí sin un puto duro. ¿Está claro? Clarísimo, dijo Sebastián, en ese momento le hubiese extraído las pelotas al mayordomo cómo el tapón de una botella de vino. El mayordomo los acompañó hasta una sala de estudio, donde al fondo la señora Estardas hablaba entretenidamente con Valentina. Había grandes focos por todas partes, cámaras de video, fotográficas.

Jóvenes, se dirigió la señora Estardas a Sebastián y a Marcelo, vamos a haceros unas fotos, sólo os pido serenidad. No intentéis poner más cara que la vuestra, sin trucos ni alardes, por favor. Los jóvenes asintieron. Valentina se los comía con los ojos, Aurora, la madre, con el alma.

Las primeras fotos que se hicieron, las tomaron al aire libre, fuera, en el bosque de robles privado. Ellos iban vestidos de pastores. Unos pastores un tanto prehistóricos, usaban unas pieles de borrego para taparse el pecho y las vergüenzas. La señora Estardas les hacía posar con posturas evangélicas, cómo sucede en los grandes retratos de ángeles y vírgenes de los pintores clásicos: Sebastián de rodillas agarrado a su cayado, con la cabeza apuntando hacia el cielo, junto a él, de pie, Marcelo, posando una mano sobre el hombro del otro. Estuvieron más de una hora haciendo fotos, después pasaron al estudio.

¿Ahora vamos a hacer unos desnudos, habíais hecho desnudos antes? Preguntó la señora Estardas. Los dos mintieron diciéndo que sí. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por la buena gallina que se iban a llevar.

Se desnudaron y se pusieron un albornoz blanco cada uno. La señora Estardas empezó con Marcelo, que al poco de estar en pelotas delante de aquellas dos bellas mujeres, tumbado en un divan cómo una puta fina, involuntariamente, se le puso el pene más duro que una pértiga. Se llevó rápidamente las manos a la polla, que era intratable y revoloteaba cómo si fuera una cascabel. Valentina sentía que se le humedecía el chochito a una velocidad de vértigo. Sebastián tenía su manaza tapando su boca y nariz. Estaba a punto de soltar la carcajada, pero se acordó de lo que les había dicho el mayordomo y contuvo la risa. Tranquilo, chico, le dijo la señora Estardas a Marcelo, eso pasa, es lo más normal del mundo. Sebastián le tiró de lejos el albornoz. Marcelo estaba avergonzado. Tranquilo tío, piensa en la pasta, le dijo su compañero.

Ahora era Sebastián el que estaba desnudo delante de la señora Estardas. El decorado, absurdo por otra parte, era una farola en medio de un desierto nevado. Le habían colocado unas gafas de sky, un gorrito de esos de lana de invierno, a lo Manu Chao, y unos skies. La mujer artista empezó a tirarle fotos, mientras le indicaba cambios de posición y le corregía los gestos. A Sebastián no le pasó lo que a Marcelo, porque las ideas que se pasaban por su cabeza estaban danzando entre la risa, el ridículo que estaba haciendo, según él, y sobre todo la pasta, que hablaba más alto que nada.


 

VI


 

La cocinera, bajo mandato secreto del mayordomo, enganchó a Nacho con los dientes por los pelos del pecho. Al joven lo mandó a la cocina el mayordomo, quién cumplía órdenes de la señora Estardas.

Nacho, después de gritar como un poseso y casi quedarse por completo sin aquella pelambrera espantosa que le cubría los pectorales, ahora en la boca vagón de la cocinera, le estaba amasando las tetazas. De un relincho, la cocinera escupió los asquerosos pelos, y con la misma babosa y práctica boca le arrancó los vaqueros de una dentellada. Esto excitó más aún, si cabía, la extravagante y calenturienta mente de Nacho, que le pidió a la cocinera cantando que no lo dejara eunuco para el resto de sus días; aunque le imploró que por nada del mundo sacase aquella trotona boca de su apéndice pélvico.

Sentía como si le estuviesen lijando el manubrio, en vez de chupárselo. Eso lo puso cómo una cabra de nuevo, lo endiabló de tal manera que sacó su polla recién lijada de la boca carpintera de la yegua, y empezó a darle una serie de bofetones en la cara, que para cuando hubo acabado, ella estaba más quieta que un gato de porcelana; entonces la tiró al suelo de un puñetazo en la jeta y, culo en pompa, la montó por detrás a placer. Varios relinchos de satisfacción se dejaron oír por todo el caserón.

Otra cámara oculta estaba grabándolo todo. La cocinera insistía en que Nacho le metiese un pepino de los más gordos por el culo. Nacho sacó de la nevera un pepino tan grande cómo un obús y se lo enroscó fácilmente por allí por donde se caga y había pedido la cocinera. A Nacho le entró la risa, por la facilidad con la que el ojete de la cocinera fagocitaba semejante pedazo. El pepino simplemente desapareció por aquel agujero sin fin, igual que lo hace un pelo púbico por el ralo de la ducha. Nacho estaba asombrado y pensó que la vida era maravillosa, fantástica, original. Llevado por el entusiasmo le preguntó a la cocinera si quería que le trajese alguna otra cosa deliciosa. Sigue follándome, niñato, cuando quiera algo ya te lo pido, masculló la cocinera.

Mientras tanto, el mayordomo, que era un ser completamente enfermo y depravado, los estaba espiando. Los ojos se le salían de las órbitas, se llevó la mano a la bragueta, se frotó su pene de bebe, y de él, enseguida, le salió una especie de baba abyecta y amarillenta, pequeña, contada, igual que su racanería. Miró a ambos lados, cómo había hecho antes de abrirse la cremallera del pantalón, y operó de manera inversa. Su cara de psicópata se deslució un poco, luego recobró de nuevo su brillo. Serio cómo siempre se dirigió en busca de la señora Estardas que estaba en el estudio.

Eliseo puso el canal interno de la televisión. Accionando una tras otra vez el botón, iba pasando de una sala a otra. Se paró en el estudio de fotografía de su madre. Vio a aquel chico negro tumbado en un diván. Cuando el tipo se puso a mil, aquella polla hostil, la madre sacando quince, veinte fotos por segundo, Eliseo no pudo dejar de pensar que su madre tenía tanto de artista cómo de guarrona. ¿Qué haría con ellos en las salas privadas? Era algo que se preguntaba Eliseo a modo filosófico, al igual que se hace con el tiempo, el espacio, el origen del Universo, del hombre, los alienígenas, todas esas chorradas que Eliseo consideraba como tales, y que para él, joven pragmático cómo su padre, no pasaban de un pasatiempos para gentes con la tripa bien forrada como él.

Por lo tanto, se infiere que para los varones Estardas, las sesiones fotográficas y otras vertientes artísticas de Aurora Estardas, no pasaban de simples niñerías a las cuales la señora Estardas pretendía sellarlas con el cuño de oro del arte con letras mayúsculas.


 

VII


 

El señor Estardas se levantó de su siesta, ese día la alargó más de lo normal. Se metió en la ducha con aquel cuerpo largo y gordo igual que el de una longaniza o una butifarra catalana. Cómo era de rigor, el mayordomo tocó a la puerta de su habitación, eran las seis de la tarde. El señor Estardas, que tenía una compañía de trenes, sufría de una manía completamente gilipollas (cómo todas las manías), la de la puntualidad. Si marcaba un encuentro con alguien, ya fuera de trabajo o no, y la persona en cuestión se retrasaba un segundo; se desentendía de la historia, no sin antes pillarse un cabreo de aúpa.

Cómo están yendo las cosas, le preguntó el señor Estardas al mayordomo. Su mujer está fotografiando a dos de los chicos en el estudio fotográfico. Les está sacando fotos en cueros. Bajo órdenes de su señora mandé al otro chico a la cocina. Ya sabe usted señor Estardas, como se las gasta la cocinera, dijo el mayordomo, que parecía un sargento desembuchando ante su capitán.

Mi mujer, como siempre, encubriendo bajo todo ese arte suyo, lo putona que es. Por lo menos le agradezco que lo enmascare con todo ese rollo artístico. Hoy día ya no son visibles las fronteras entre el arte, el porno, la pederastia… Aurora se mueve entre esas fronteras borrosas cómo una serpiente por el fango, sigilosamente. Pero si la pillo con un hijo de puta en la cama, no la va a salvar ni el arte, mediante el cual, creo que me la está dando con queso. Reflexionó para sus adentros el señor Estardas delante del mayordomo, que permanecía en silencio aguardando una orden.

Siga bien atento a todos los movimientos de la casa, en especial los de mi mujer, por cierto, donde está Turgencio (era el chófer), desde que llegamos que no le veo. Creo que está en el pueblo, señor Estardas, dijo el mayordomo. Ya sabe, con el nunca se sabe. Quiere que le llame, señor. No, no importa, gracias, respondió Manuel Estardas.

La señora Estardas y su hija Valentina terminaron la sesión de fotos. Los dos chicos estaban allí de pie, con aquellos ridículos albornoces blancos esperando noticias nuevas. Aurora Estardas dejó el estudio. Quedaron los tres, Valentina, Sebastián y Marcelo. Valentina se había quedado encandilada con los cuerpos de los jóvenes, y sobre todo con la poderosa polla de Marcelo. Les propuso que follasen los tres. A Sebastián se le abrió una amplia sonrisa que le llegó hasta la nuca. Marcelo parecía intimidado. Es una orden, Marcelo, le dijo Valentina. Quiero decir (prosiguió), si quieres ganar toda esa jugosa cantidad de dinero, tendrás que aceptar el convite.

Marcelo tenía novia, la amaba. Hacerse fotos desnudo pasaba, pero ahora esto, parecía sobrepasarle. Encontraba indignante engañar a su novia. Por otro lado, era mucho dinero el que le pagarían por un solo día. Mas dinero que el que ganaría trabajando más de un año en la tienda de informática donde trabajaba cómo técnico.

Sebastián, que era quién había conseguido el trabajo para los tres, y tenía la moral de una rata, le animó. Le dijo que era mucho dinero, que tranquilo, que lo pasarían bien, que no iban a matar a nadie, que era sólo sexo, que era mucho dinero, le insistió de nuevo, que… Esta bien, dijo Marcelo. Los ojos de Valentina brillaron, una sacudida eléctrica recorrió todo su cuerpo al recordar el manubrio terrible de aquel Marcelo.


 

VIII


 

Nos vemos después de que os duchéis, en mi cuarto, de aquí a una media hora, está en la segunda planta, en el ala derecha, no tiene pérdida, es al final del pasillo. Dijo Valentina mientras caminaba pausadamente hacia la puerta de salida del estudio fotográfico. Sebastían siguió con la mirada todo aquel volumen de curvas envolventes, piernas robustas, cuello largo y fino, una diosa ninfomaníaca bellísima y con pinta de fulminar un equipo de fútbol en un santiamén, a base de caderazos.

El mayordomo, siguiendo órdenes de su jefe de controlar a todo el mundo, había escuchado la conversación de la hija con los jóvenes funcionarios. Es todavía más puta que la madre, pensó el tarado mental del mayordomo. Quiero ver la cara que pone el señor Estardas cuando se entere de esto.

Sin tiempo que perder, llevado por la emoción que mueve a los perdedores de este mundo, que sólo encuentran satisfacción en los tropiezos de los demás, puesto que ellos son unos auténticos cobardes, incapaces de conquistar, a base de lucha, su espacio, el mayordomo tocaba y entraba en la habitación del señor Estardas:

Se trata de su hija. Que pasa con ella, respondió Manuel Estardas. Dentro de poco se va a reunir con dos de los camareros contratados por su señora, el negro y el más alto, perdone señor… Se va a reunir… Para… Hable, coño, hable de una vez… Dijo cabreado el señor Estardas ante tanto misterio. El caso, dijo el mayordomo poniendo su mejor cara, es que los ha citado para hacer un trio. Eso es todo Alfredo, inquirió el señor Estardas. Sí, señor. Muy bien, ahora déjeme solo. El mayordomo giró sobre sí mismo, igual a una peonza y desapareció tras la puerta.

Valentina no era hija de Manuel Estardas, éste la tenía en muy buena consideración. Era una chica prudente, inteligente, guapa, hábil para los negocios de su empresa. El hecho de que fuese ninfómana a Manuel Estardas le importaba bien poco, por no decir que no le importaba nada en absoluto. Con quién andaba preocupado el señor Estardas era con su mujer, que se podían dar las mismas condiciones a la inversa que con su hijastra, y todo estaría perfecto. Su mujer podría ser una oligofrénica, grosera, estúpida, oler mal, pero ser fiel, y todo estaría bien. El señor Estardas, era un hombre, y como todo hombre, lo único que no toleraría sería que otro cabrón se cepillase a su mujer. Eso, y una patada en los cojones, son las dos cosas que más le duelen a un hombre.

Hizo, pues, caso omiso a las confidencias del mayordomo y no pensó más en ello. Miró su reloj pulsera, eran las 16:43, pensó en su hijastra Valentina, si era puntual como siempre, el banquete ya habría empezado.


 

IX


 

Valentina besó a Sebastián, Marcelo estaba sentado en la cama con cara de pocos amigos, parecía que tenía dolor de barriga, o que estaba en el entierro de un pariente bien próximo. La chica seguía jugando con Sebastián, que se agarraba a sus nalgas ardientemente. Pero en realidad el caramelo que la niña juguetona quería, estaba con cara de culo sentado en la cama. Ella fue llevando a Sebastián hasta la cama. Ambos cayeron junto a Marcelo, ella estiró un brazo y puso su mano sobre el paquete de Marcelo.

Ella se lanzó sobre las piernas de Marcelo, Sebastián por detrás le arrancó el sujetador a Valentina, las tetas de la joven, de pezones enormes y puntiagudos, morenos, se dejaban entrever entre el roto sujetador y la blusa blanca que llevaba desabotonada. A Marcelo se le fue de la cabeza la novia, que era cómo si estuviese allí, con cara de tortuga griposa, viéndolo todo, y la cosa empezó a ponérsele dura. Valentina le cogió una mano a Marcelo y la llevó a su teta izquierda, diciéndole, mira guapo, el corazón me late cómo un pajarillo atormentado gracias a ti, baby. Marcelo sintió el calor y la densidad de aquella teta maravillosa, el latido vivaldiano de su corazón. Sebastián, por detrás, le metía la mano por la entrepierna a Valentina. Cómo Marcelo era celoso hasta de lo que no era suyo, le dijo a la chica que ellos dos o nada. Valentina no tuvo ninguna duda y expulsó cariñosamente a Sebastián, que dejó la habitación a regañadientes y blasfemando. El mayordomo, que estaba espiando, se metió rápidamente en una habitación contigua. Cuando el larguirucho desapareció por el pasillo, el psicópata mayordomo siguió espiando, descaradamente, con la oreja empotrada en la puerta.

Una vez que se quedaron los dos solos, Valentina, con un hambre voraz, empezó a besarle la boca, esas bocas que tienen los negros, que da para chuparlas durante un día entero. Siguió descendiendo por su cuerpo, lentamente, él la agarraba de las tetas tan duras y a la vez tan blandas y esponjosas. Entonces Marcelo, cuando ella andaba chupándole el ombligo, la agarró por el pelo de la nuca con la mano izquierda, y con la otra, ayudándose de un saltito con el culo, se quitó los pantalones, allí estaba aquella cosa larga, negra, gorda, semidura, que a Valentina la excitó sobremanera.

Prácticamente se comió la polla de Marcelo, que vivía unos momentos apoteósicos jamás soñados; que giraba la cabeza cómo azotado por unos vientos invisibles y poderosísimos, acompañando los movimientos con la lengua, y con un lenguaje irreconocible, más bien un gangoseo; dos hilillos de sudor le abrillantaban la frente por las sienes. Sentía que se iba a correr cómo nunca antes se había corrido en su vida. Valentina seguía chupándosela cómo una posesa, la desligó de su polla, con mucho esfuerzo, como se hace con esos bebes que maman como diablos de los pezones enormes de sus madres, y que tan difícil es hacerlo hasta que no se han pegado el atracón padre. Valentina no lloró al ser desengancada del dulce néctar cómo un bebe, pero le faltó poco, hizo unos pucheros, que se desvanecieron en seguida, cuando Marcelo le quitó los vaqueros, le hizo a un ladito las bragas, y de pie, en volandas, la alzó sujetándola por el culo y le metió aquella cosa sin alma, ciega y pesada cómo el plomo, en el ardiente chochito. Dos sacudidas, ella emocionada, lloraba de placer. Tres, seis, quince, veintitrés sacudidas gloriosas, mojadas. Me voy a correr, le dijo a la chica extasiado Marcelo. Cielos, atinó a decir Valentina. Cielos, córrete campeón.

En este lapso de tiempo en el polvazo de la joven Valentina y Marcelo, el mayordomo se había hecho tres viles pajas y pensado en las quinientas que se iba a hacer recordando los susurros, gritos e impresionantes jadeos de la señorita Estardas. No le contaría nada al jefe, pues, visto lo visto, para que perder el tiempo. Estaba claro que al señor Estardas le importaba un huevo y parte del otro la señorita Valentina. Sin nada mejor que hacer, y con un poco de hambre, se dirigió a la cocina.

Abrió la puerta de la cocina y no podía creer lo que estaba viendo. Es decir, si que podía creer lo que estaba viendo porque lo estaba viendo. El hecho era que lo que estaba sucediendo, no había pasado por su conocimiento. Cualquier cosa que concerniese a los empleados le concernia a él. De manera que no había movimiento que éstos hiciesen, sin él saberlo. Las órdenes las daban los señores y el era el encargado de que todo se cumpliera a rajatabla. El larguirucho (Sebastián) estaba follando con Guillermina la cocinera. Por los gritos, en principio pensó que se estaban peleando, luego se cercioró de que no.

Les iba a meter un puro a ambos del carajo. Pero en ese momento no quiso intervenir, se bajó la cremallera y los espió atentamente, no sin antes percatarse de que por el corredor no venía nadie. Se frotó un poquitín aquella mierda de pene microscópico, jadeo como el ruido del pedo de un viejo enfermo, es decir, una queja fugaz y náuseabunda; se subió la bragueta y entró en la sala con los dos jóvenes en plena ebullición hormonal. Dejen de hacer eso, por favor. Dijo satisfecho por su intromisión deleznable el patético mayordomo, aguafiestas e hijo puta mayor donde los hubiera. Sal de aquí ahora mismo o te mato. Le dijo Sebastián, que después de que le hubieran chafado a la buenorra de la señorita Estardas, no estaba dispueto a que le tocasen las narices dos veces, y que para más inri iba a eyacular cómo un auténtico semental.

El mayordomo, que si algo bueno tenía era su prudencia, llevó a serio lo dicho por el joven, y ahuecó el ala en cuestión de segundos.

Todo esto al señor Estardas le parecía muy gracioso, él estaba asistiendo, cómodamente, sentado en un sofa de su habitación, a las proezas de la cocinera Guillermina.

Esa noche la cocinera les serviría para cenar, una crema de espárragos, acompañada por unas coles de Bruselas a la Antofajoneskaya, sorvete de limón, de puente para recibir un solomillo con salsa de avellanas, y lubina al horno, de segundo. De postre, cómo estaba muy cansada pensó en darles a los Estardas, furtivamente, unos flanes comprados en el supermercado del pueblo, con nata, también del super.


 

X


 

La señora Estardas estaba en su cuarto. Miró a través de la ventana. El cielo, ahora que estaba cayendo la tarde, abandonaba su aspecto absorvente, de inminente precipio de caída sin fondo. A esa hora crepuscular, en verano, en la que los colores se citan, arrancando desde el suelo para ir subiendo hasta las faldas de las estrellas, la vida parecía concederle una tregua, por lo menos estética, a los pensamientos que arañaban su mente.

A la señora Estardas le quedaba la última pincelada artística del día; una sesión criminal que con excelente pulcritud llevaba a cabo Turgencio, el chófer, quién después del día de trabajo de los chicos, al devolverlos a la ciudad, los acabaría matando de un tiro en la frente preciso.

Encargate de que todo salga como siempre. Le dijo la señora Estardas al chófer. No se preocupe señora, sin huellas, sin pruebas, ¿acaso en los veinte años que estoy aquí ha habido algún problema?

¿Sabes que pasado mañana llegan dos chicas a la estación de tren? Preguntó la señora. Lo sé. Si eso es todo, con su permiso, me marcho, buenas noches, señora Estardas. Dijo el chófer, pausadamente. Buenas noches, retrucó la señora, sintiéndose más tranquila, más calmada, más artista un día más.

Los tres jóvenes habían recibido una suma envidiable de dinero, de manos del mayordomo, que los envidiaba a rabiar. Se comentaron entre ellos, con una sensación desconfiada, lo fácil que había sido ganar tanto dinero sin prácticamente haber hecho nada especial. Sebastián sacaba pecho ante la situación, dándose una importancia fuera de lo común, puesto que fue el quién encontró ese trabajo.

Del garaje salió el coche que los llevaría de vuelta al punto de partida, no a la ciudad, sino a la muerte, punto de partida de todo. Marcelo estaba cerrando la puerta del coche, Valentina llegó hasta el auto con el corazón en la boca, debido al cansancio de la carrera. Pare, le dijo Marcelo al chófer, que ya estaba haciendo rodar el automóvil negro como un cuervo. Turgencio paro. La chica, hablando en alta voz, para que Turgencio se enterara, le dijo a Marcelo que no quería que se marchara sin darle un beso. Se acercó al joven Marcelo y le dio dos besos a la vez que le dejaba una nota en la mano. Se despidieron todos de ella, Marcelo cerró la puerta, a los pocos minutos leyó lo que estaba escrito en la nota.

EL CHÓFER OS VA A MATAR.

Marcelo no le dio importancia a la nota. Una más de las bromitas y caprichos de la niña rica, pensó Marcelo, mal y por última vez.


 

FIN


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

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