sexta-feira, 2 de dezembro de 2011

Sonrisa Sonría


 


 


I


 


 

Javier vivía sólo desde que la única persona que le había querido, excepto su madre, Soledad, la que fuera su mujer durante dos agónicos meses de casados, y otros tres, medianamente pasables, de noviazgo, optase por enarbolar y encumbrarse en lo más alto de la soledad, de nuevo a ella, desde dónde había llegado, para desvanecerse en aquel valle amoroso metafórico que soñó que sería vivir junto a aquel chico con cara de cerradura, aquel chico con cara de niño que ha perdido a las canicas y, las ha perdido todas, Javier, siempre en guardia, siempre tenso, desconfiado de todo y de todos. Su madre le dijo que sufriría mucho en la vida, pero él no parecía sentir nada de eso, más bien sentía un desprecio congénito hacia los de su misma especie; sin embargo, él tenía una autoestima a prueba de bombas.

Soledad, el día que dejó el piso que compartieron durante esa brevedad de tiempo que a ella le había parecido un suplicio, le deseo a Javier toda la simpatía del mundo, te deseo que algún día seas capaz de ser feliz Javier, que te des cuenta que no es sólo tu culo el que campa por este mundo, querido, por desearte te deseo, simpatía a raudales, aunque sé, que eso es como pedirle peras al olmo, pero, ah!, Dios mío, cuánto me agradaría ver que tu cara pasa del gris oscuro tormentoso, desgraciado, al azul claro de una sonrisa como un día de verano, adiós, Javier.

Soledad pulsó el botón, el ascensor llegó enseguida con un ruido de tensión de cables de acero, abrió la puerta y se metió con sus tres maletas y su perrita Mabel. Me vuelvo para dónde nunca tenía que haber salido, pensaba Soledad mientras el ascensor descendía con aquel ruido, sensación, pensaba Soledad, sensación de ratas mordiendo los cables de acero del ascensor, ratas serias y esquivas como Javier, dispuestas a devorar hasta el acero, frío Javier, pobrecillo, con el estómago emplumado de hierro y robín, incapaz de darle una sonrisa ni a la panzona de su madre, como pude casarme con ese tío tan raro, tan chato, me vuelvo a mi casa, Mabel, cariño, volvemos a casa, podrás hacer pipí, si no te da tiempo de llegar al lavabo, allí donde quieras mi amor, Javier era tan desconsiderado contigo Mabel, tan maleducado, te pido disculpas Mabel, así seguía Soledad con su monólogo, acariciando a la perrita, ya habían salido del edificio y Soledad estaba viendo como el taxista metía sus maletas en el maletero del coche; el hombre lo hacía con una hermosa sonrisa en la cara, que aunque no muy agraciada (el taxista era muy feo), a uno le alegraba el corazón mirarla. A Soledad en ese momento le entraron ganas de colmar de besos a aquel taxista simpático, agradable, a la vez que dos lágrimas como monedas de plata, brillantes, rodaron desde sus bellos ojos rasgados de japonesita por sus delicadas mejillas, cayendo rápidamente sobre la acera una de ellas, la otra salpicó la oreja del taxista, quién enseguida levantó la cabeza al cielo, exclamando, no es posible que vaya a llover, pero vio que la chica tenía los ojos húmedos, unos ojos bellísimos pensó el taxista. Discúlpeme señorita, se atrevió a decir el taxista, que parecía ser una persona extremamente educada, no quiero entrometerme, necesita algo, se encuentra bien, puedo ayudarla en algo, el taxista estaba sensiblemente afectado por la tristeza de la chica.

Puede besarme, dijo Soledad, que nunca se había sentido tan sola en su vida. El taxista, que era un hombre alto, calvo, con cara de hortelano, orejas grandes y peludas, se acercó a ella y con el revés de su enorme mano derecha le limpió la cara manchada por las lágrimas. Estaban muy juntos. Seguro que quiere que la bese señorita. Béseme, dijo Soledad, y ambos quedaron unidos por un instante, por un beso, por una relación (la de Javier) que nunca tendría que haber ocurrido, por éste, por el dolor que se siente cuando el corazón es rajado, por la soledad de Soledad, por las bocas prendidas por un fino hilo invisible que hace que la gente anónima bese a la gente anónima, y en esos casos brilla la humanidad esperada, oculta bajo mil capas de traiciones propias y ajenas, y el instante del beso se acababa, el taxista alto la miraba con la misma tristeza que era observado, Soledad le dijo al hombre alto taxista con cara de hortelano, que la llevase a la calle Amberes, de la misma manera que si le estuviese diciendo que la llevase al mismísimo infierno, que era allí donde ella quería estar. Se sentía traicionada, no por Javier, sino por ella misma y, ante eso no había nada que hacer. No se puede confiar en el amor, le dijo la chica al taxista. No diga eso señorita, dijo el taxista, el amor es lo que mueve el mundo. Pues, yo estoy empezando a pensar que el mundo es un pozo de mierda, y cuatro lágrimas por cada ojo saltaron expelidas de sus ojos, se espachurraron contra los asientos, al tiempo que el semáforo de la calle Marión Jara se ponía en rojo a la altura de la calle Matamoros.


 


 

II


 


 

La luz entraba por la ventana igual que un látigo de fuego, cegando depravadamente los ojos de Javier que se había dejado la persiana abierta por la noche, y ahora torpemente intentaba cerrarla. Lo consiguió. Se quedó quieto unos minutos, no sabía porque, pero enseguida entendió porque; sintió que el silencio de nuevo cercaba su piso, gran compañero el silencio. Mabel, la perrita de Soledad, no se la oía por ninguna parte, maldito animal, pensaba Javier, se comía mis chocolatinas Fortaleza, se meaba por todas partes, me despertaba cuando estaba haciendo la siesta, aquellos ladridos suyos agudos cómo notas violinas que se me clavaban en las sienes como dagas, no, ah!, no; ya no se la oye, qué felicidad, y encima Soledad me decía que era un ser insensible, un monstruo, quién no gusta de animales es un psicópata, me decía, qué chantaje, las mujeres son las mejores chantajistas del mundo, tienen un placer ancestral, de probeta de laboratorio, de manoseo forense, en hacerte sentirte culpable, les viene de llevarte en la barriga 9 condenados meses de tortura, de antojos estúpidos, y de un parto que no quiero ni pensarlo, es así que luego, de ese drama vendrá el tuyo, menos punzante, en cuanto a intensidad dolorosa, comparativamente hablando; sin embargo, al prolongarse la vida entera (es una venganza atemporal, maldita e intransferible para otra cosa que no sea un hombre) siempre acaba siendo mucho más terrible que su trágico periplo de 9 meses, paseando la pelota de básquet en la barriga por las esquinas y los zaguanes de la ciudad.

Realmente Javier pensaba que se sentía bien, eso parecía porque con su cara malhumorada de siempre, se hizo su café de siempre, se tomó su zumo de naranja igual que siempre, cagó como siempre puntualmente, se puso la misma ropa de siempre y se fue al trabajo que llevaba haciendo desde siempre que salió del instituto politécnico, mecánico de aviones, un buen empleo, le gustaba lo que hacía y le pagaban bien. Como siempre llegó al trabajo, dio las órdenes precisas a cada mecánico, era el jefe de mecánicos (los mecánicos lo odiaban de una manera sudada, como se odia uno su propio sobaco cuando se suelta, se esparrama sudor y no hay quién lo detenga) A la única gente que le gustaba Javier era a la empresa, porque Javier era competente al ciento por ciento, y eso las empresas lo valoran que te cagas. Javier trabajaba empecinada y ordenadamente sus ocho horas, después, mientras los otros mecánicos se tomaban unas cervezas en la cantina del aeropuerto, él se marchaba a su casa, nunca se tomó una cerveza con los compañeros de trabajo, un personaje singular, según la empresa, un mierda según sus compañeros, que si no fuera el jefe ya más de uno le habría roto la cabeza; aunque de eso, de que te rompan la cabeza, uno siempre está a tiempo. Llegó a casa, cenó una pizza para variar, es decir, siempre cenaba eso, vio el programa de Alberto Capucha, un programa de preguntas y respuestas que acababa antes de media noche, y a media noche minuto arriba, minuto abajo, ya estaba en la cama contando ovejitas como le había enseñado su madre, para encontrar el sueño, su madre, la panzona, como la llamaba su nuera Soledad. Por cierto, Javier no pensó ni un momento en su ex mujer.


 


 

III


 

El semáforo se puso verde, el taxista embragó y el taxi se deslizó suavemente. El taxista de orejas de lobo y alma de cordero miró por su retrovisor (la chica estaba hecha polvo), quiere que antes nos paremos en un bar, dijo tímidamente, me parece que un trago le sentará bien. Usted cree, dijo Soledad desconsolada, creo, dijo el taxista, que paró poco después en un bar llamado El Burro Azul. El taxista se bajó rápidamente del coche, abrió la puerta con suavidad, Soledad sonrió agradecida por la galantería de aquel hombre feo de cara y bello de alma, un caballero, que, le acomodó la silla al cuerpecito una vez dentro del bar; y le dijo que él tenía dos hijos, mi mujer me dejó hace cinco años el mes que viene, pensé en quitarme la vida cuando un buen día, sin más, me dijo que quería el divorcio, lo peor, lo que más me dolió fue que me dijo que me podía quedar con mis hijos, que eran igual de feos que yo, que se iba con un tío, así me lo dijo, un tío que tenía pasta a espuertas, que estaba cansada de la vida mediocre que llevábamos, que era taxista, un impresentable socialmente, me dijo, taxista, y soltó una carcajada larga de papagayo, de vértigo, señorita, le aseguro que aquella mujer, yo no la conocía, me dio miedo aquella carcajada histérica suya, en ella vi que maldecía a toda la progenie de taxistas de todo el mundo, mi padre también fue taxista, sabe, se murió el año pasado, pobrecillo, era tan bueno, se murió de un cáncer en la garganta, sabe, fumaba mucho, mire, ahí vienen las copas, eso la tranquilizará, ya verá. Yo no entiendo que tiene de malo ser taxista, alguien tiene que llevar a la gente a los lugares, no es un trabajo tan banal así como mi mujer quería darme a entender, peor, entendí que para ella yo no era nada, absolutamente nada; pero sabe (el taxista cogió aire, bebió un poco) lo peor de todo fue la ofensa contra nuestros hijos, sus hijos, mis hijos. Porqué me cuenta eso, interrogó sin darle mucha importancia a la pregunta Soledad. Porque, señorita, dijo el taxista bebiendo un sorbito de nuevo y sin mirarla directamente a la cara. Creo que acaba de sufrir una decepción amorosa, ¿no es eso? Así es, parece que estoy condenada a la soledad, me llamo Soledad, sabía, mi santa madre me podría haber puesto otro nombre, me condenaron ya bien pronto antes de nacer, qué gafe, no le parece. No, no me parece, señorita, dijo el taxista muy serio, de repente se sintió ofendido de que una chica tan bonita estuviese siendo tan dura consigo misma. Hubo una pausa de unos minutos, los dedos del taxista, por debajo de la mesa, diestramente montaban acordes sobre su muslo, la guitarra era una gran amiga suya, tocaba muy bien, sus dedos reproducían un tema de los Tequila. La chica miraba con la vista cansada a través de la cristalera de El Burro Azul, no hacía más que pensar en Javier, lo amaba, y como lo amaba, sufría, no importaba reparar en detalles racionales para intentar sacarse de la mente al sujeto, el corazón coge los caminos más tortuosos para la mente, quiere volar sin alas y sin cielo, nadar sobre el asfalto, soñar sin signos. Soledad levantó su copa, salud, dijo, salud, repitió el taxista, la chica, después de beber rompió a llorar, lloraba desde las entrañas, silenciosamente, gestionando la desesperación, su cara se contraía formando pliegues de la nariz a la frente, ahora sus ojos no se distinguían bien entre aquella congestión inevitable. En una mesa de al lado, una mujer que estaba acompañada de su marido sintió pena, el marido sintió vergüenza al ver a aquella mujer llorando. Llore, le dijo el taxista, eso la va a aliviar. La chica intentó calmarse, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón el taxista y se lo dio a la chica, ella se limpió la cara y se sonó los mocos, gracias, le dijo al taxista, devolviéndole el pañuelo, discúlpeme, se lo he dejado hecho unos zorros, no se preocupe por eso señorita, dijo él. Le importaría dejar de llamarme señorita, me llamo Soledad, nombre que detesto, pero tutéeme por favor; por cierto, y si no es mucho pedir ¿cómo se llama usted? Miguel, dijo el taxista, me llamo Miguel, para servirla. Muchas gracias Miguel, eres una persona encantadora. Gracias. A Miguel le brillaron los ojos, nunca una mujer le había dicho algo semejante en su vida.

En este mundo mediocre parecía ser que para muchos la única carta de presentación eran las apariencias, del dinero ya ni hablar. Por muchos reveses que se hubiera llevado Miguel en la vida, era una persona buena, campechana de por sí, su naturaleza se decantaba hacia el lado bueno de las cosas, incluidas las personas. Miguel era una persona que pensaba en el otro antes que en sí mismo, y lo que hacía por los demás, no lo hacía por un código ético, moral, religioso, la educación recibida en casa, no, nada de eso, lo hacía así porque no sabía hacerlo de otra manera, si es que había que hacer algo, porque uno es como es y punto; de la misma manera que el egoísta actúa de forma egoísta y no se importa con nadie. Transcurre su vida en torno a sí propio, no hace nada por los demás, y así se va yendo su vida, mirándose al espejo, contándose los granos del culo, las mujeres u hombres que logró, la casa en la playa bonita y maravillosa que tiene (si es que tiene eso), el ático en la ciudad. Es el mejor, se cree, (porque el egoísta además es megalómano), en su trabajo, en todo, y está en su derecho, está en su naturaleza desviar siempre su mirada para su propio culo, pero ese no era el caso de Miguel, y a Miguel sus hijos lo amaban con locura, la gente del barrio, sus compañeros de trabajo le estimaban y respetaban.

Soledad dio fin a su copa y a sus lágrimas y se animó. Tomamos otra Miguel, bueno, dijo Miguel, que pensó que eso le haría bien a la chica del corazón roto, bonita como ninguna.


 


 

IV


 


 

Javier se había puesto su pijama favorito, el de ositos blancos volando con avionetas rojas en un fondo rosa, daba vueltas en la cama como una croqueta, el viejo truco de la madre no estaba funcionando, había contado ya 133 ovejitas y no se dormía, Mabel, la perrita de Soledad devoraba por los pies a las algodonosas ovejitas. Una ovejita blanda y algodonosa y blanca, excepto la cara, llena de sangre, le decía a Javier que porque había traído consigo al mundo dulce de las ovejitas el holocausto, Javier no sabía que decir, mientras que Mabel estaba atacando ahora, en ese momento, a la madre de Javier, la mano en la boca, la mano gorda de la madre pendía de la linda boquita ensangrentada de la perrita Mabel, con colmillos de lobo, aquí tienes, decía Mabel, la perrita de Soledad, aquí tienes Javier, decía, tu madre quiere darte la mano, Javier se frotaba los ojos y miraba atentamente hacia la boca de la perrita Mabel, para ver si aquella cosa nauseabunda que colgaba de la boca de la perra era la mano de su madre. Es la mano de tu madre, idiota, dijo la perrita Mabel, escupiendo la manaza materna en su cara. Javier dio un salto, horrorizado, estupefacto, la mano le había manchado la cara de sangre, como un poseso, intentó quitarse aquel líquido pegajoso y deleznable, que asco, se dijo Javier, que asco. Que hay, querido, dijo la madre, le faltaba una mano, la que estaba a los pies del hijo, un ojo, que se había quedado por ahí, y tres cuartas partes de la cabellera. Javier gritó cagado de miedo, después de gritar como un cagón le dijo a aquel ser deforme y espantoso, tú no eres mi madre, tú no eres mi madre, mi madre es una señora respetable. Es tu madre, la panzona de tu madre, ¿acaso no conoces ni a tu propia madre? decía la perrita Mabel con una risita malévola que le bailaba entre la boca sangrienta y los ojillos de asesina. Mi madre no es ese monstruo, chillaba Javier. Si soy tu madre hijo, como no, ya no me quieres Javito, y le tendía el brazo amputado por la perra. No me toque, monstruo, usted no es mi madre. La madre se agachó y cogió lo que era suyo, la mano, se la llevo a la boca y empezó a meterle bocados al dedo meñique que desapareció en cuestión de segundos. Esta mano está buenísima hijo, ¿quieres un dedo de mamá? ¿Está muy buena? Decía la madre de Javier inaudiblemente, ya que con una falta de educación espantosa hablaba y masticaba al mismo tiempo. Javier dio un salto magnífico acompañado de un grito terrible y fue a empotrarse contra la puerta corredera de la terraza que estaba justo del lado de su cuarto. Sudaba como un cerdo, las manos no le bastaban para quitarse tanto sudor y miedo de la frente y del cuerpo. La pesadilla había sido tan intensa que todavía andaba buscando por la habitación a la perrita Mabel, a la mano, a la propietaria de la citada, para Soledad, la panzona, las ovejitas mutiladas. Tranquilo, tranquilo, se decía Javier, ya ha pasado, una pesadilla, seguro que mi madre está bien, no voy a llamarla ahora a las 3 de la mañana, para qué, no ha sido más que una pesadilla, puta perra esa Mabel, hablaba y todo, nunca había soñado con un bicho que hablase, de hecho, cuando sueño, la gente que aparece en ellos no dice palabra alguna; y el color, yo nunca, yo no había soñado en mi vida en color, porque ahora y con esa maldita perra tenía que hacerlo. No hay quién lo entienda, menuda mierda, lo he pasado mal, muy mal, qué pesadilla, y aquella gorda espantosa, zombi nefando, se parecía tanto a mi madre, y aquella mano en mi cara, que asco, y después aquel ser comiéndose su propia mano. Estoy muy cansado, pero no quiero dormir, por si acaso… Ya dormiré mañana… Las horas pasaron, llegó la mañana tan ansiada por Javier, que se duchó y se fue como siempre y después de desayunar lo mismo de siempre a trabajar.


 


 

V


 


 

El camarero llegó con un par de copas más, Soledad y Miguel levantaron sus vasos y brindaron, por el futuro, dijo Miguel, sí, dijo ella, por el futuro que difícilmente podrá ser peor que el pasado, salud. Bebieron. ¿Y qué ha pasado después de su separación?, preguntó Soledad. ¿A qué se refiere? Retrucó Miguel. Me refiero a si se ha vuelto a casar. No, no, dijo Miguel, estoy sólo. Este es mi tercer matrimonio fallido, dijo ella, si a la tercera no lo he conseguido creo que ya no lo consigo. Nunca se sabe, dijo Miguel, que sentía que el corazón le latía con fuerza, la sangre le corría caliente por las venas que eran como canales de esperanza dirigiéndose clamorosos al encuentro de ese hermoso mar que era la persona de nombre solitario, allí, frente a él, desecha, dolida, quién sabe por quién, por qué, la cuestión era que acababa de apasionarse por aquella mujer que una hora atrás le había pedido, vencida, derrotada, que la besase, y él, por su naturaleza bonachona, sin más motivo que ese, la había besado con tal de que ella se sintiera mejor. Y después, después, nada podía explicarse, tan sólo sabía decirse lo que sentía, una atracción muy grande por aquella mujer bajita de ojos rasgados, una muñequita delicada y frágil, amorosa y sensible como él.

¿Parece preocupado?, le preguntó Soledad a Miguel. Yo, no, que va, nada, estaba pensando en mi hijo Pedro, últimamente no está sacando buenas notas, está en una edad difícil, la adolescencia es algo despistante, no te parece. Recuerdo que cuando era adolescente quería ser cantante de rock, que locuras, no te parece. En absoluto, dijo Soledad, porque me iba a parecer una locura, a ti te lo parece Miguel. En aquel tiempo no me lo parecía y en casa siempre andábamos mal de dinero, tuve que dejar la universidad en el primer año, y ponerme a trabajar con el taxi de mi padre, el sueño musical desapareció, sin más, que se le va a hacer, pero estoy contento, ayude a mi familia, pasó el tiempo y después ya no me interesó retomar los estudios de medicina, me gusta la medicina sabes, bueno, me gustaba por lo menos, así es la vida, que te va llevando por donde tu ni te imaginas. De aquella época de adolescencia resto una guitarra española que todavía la hago sonar. ¿Qué maravilla? Exclamó Soledad. Oye, encontrarme contigo ha sido lo mejor que me podía haber pasado después de dejar la casa de mi ex marido. No se encuentra gente como tú todos los días, eres una persona maravillosa. Miguel se puso rojo, ella se dio cuenta, también enrojeció, y por primera vez sintió que ya no sentía dolor alguno, que su corazón siempre había estado junto al de aquel taxista, hombre alto y feo y amoroso, desde el primer momento en que lo vio metiendo sus maletas en el maletero de su taxi, con aquella sonrisa pura, aquel gesto suyo compasivo ofreciéndose a besarla, a ella, que estaba necesitada de afecto, de cariño, en ese momento desgarrado.

Bueno, siempre se puede ser mejor persona, pero sí, Soledad, me considero una buena persona. Lo tremendo es que ser buena gente empiece a ser excepcional, ¿no te parece? Totalmente de acuerdo, dijo ella; aunque si te he de ser sincera Miguel, y perdona por la expresión, el mundo está lleno de gilipollas (el alcohol ya estaba actuando), sin ir más lejos, ese mamón de Javier… Perdona, estoy medio borracha, no quería hablar de mi ex, es que… Te llevo a tu casa, dijo Miguel, estarás cansada, querrás estar a solas, tranquila, en casa. Es verdad, parece que me lees el pensamiento, gracias Miguel, te estoy muy agradecida.

Miguel pagó la cuenta y partieron hacia la calle Amberes, donde Soledad tenía su piso. No había mucho tráfico a esa hora y en poco menos de quince minutos llegaron.


 


 

VI


 

Javier trabajó duro aquel día, discutió con Abel sobre unas cajas de cambio de un Boeing que ya tenían que haber llegado, se enfadó muchísimo con el joven Abel. No es culpa mía jefe, si las cajas no están aquí, yo que tengo que ver con eso, le decía el joven con respeto a su jefe. Sois todos unos incompetentes, murmuró Javier mientras se alejaba del joven en dirección a la avioneta más próxima. Javier regresó a casa, qué felicidad, este silencio es maravilloso, pensó, no soportaba más la charla de Soledad y mucho menos aquella perra odiosa, Mabel, que pedantería, ponerle ese nombre a ese bicho inmundo. Se pasó por el supermercado que tenía a doscientos metros de su casa y compró provisiones para unos días, pizzas no faltaron y zumo de naranja tampoco. Cenó, contó ovejitas aterrorizado por la experiencia de la noche anterior y se durmió enseguida. Por la mañana se levantó descansado. El zumo de naranja traía un nuevo formato: un chico joven y atlético sostenía un gran vaso de zumo, mostrando una esplendorosa sonrisa, canteada un poquito hacia un lado de la boca, enseñando parcialmente los blancos dientes. Qué espanto, se dijo Javier, qué sonrisa impropia, sonreír es algo de gentes fútiles, vagas, falsas, la gente que sonríe no es gente que se tome las cosas serias como hay que tomárselas, con seriedad, nunca me fie de los que sonríen, nunca sonreí, por algo será, decía convencido Javier, hombre serio y responsable y calculista y premeditado y… Y ya estaba terminando el desayuno, acabando de dar el último trago de zumo, del nuevo embase de zumo de naranja sonriente, se limpió la boca con la servilleta de ositos azules, un juego precioso que le había regalado su madre. Ese día bajó por las escaleras, no entendió ni el mismo porque no bajó por el ascensor hasta el garaje para coger el coche. Se cruzó con Catalina, una mujer muy recatada que vivía también allí, como él. Le dijo a Javier, qué sonrisa tan bonita joven, seguro que debe de tener muchas jovencitas por ahí queriendo que las invite a ir al cine. Qué dice, señora, se puso muy serio Javier, está usted loca. Debe de estar bromeando, qué irónico, bendita juventud, qué guasón, dijo la señora, que veía que la amplia sonrisa de la cara del joven contradecía totalmente lo que decía. Una vez en el garaje, el coche no le arrancaba, qué coño pasa hoy joder. Salió del coche velozmente, nunca había llegado tarde al trabajo, en la calle paró el primer taxi que pasaba en ese momento.

Al aeropuerto, rápido, ordenó Javier. Sí señor, dijo el taxista, que añadió al verle la cara al sujeto por el retrovisor, bonito día, hoy. Será para usted, para mí es un día como otro cualquiera, dijo Javier. El taxista contuvo la risa, encontró semejanzas entre aquel tío que llevaba en su taxi, con un humorista catalán, que hacía que la gente se mondase de risa mientras su cara permanecía más sería que la de la reina de Inglaterra o los peces barbados. El taxista no quería pensar en aquel tío que llevaba, quién era él para pensar en nadie, el caso era que como aquella sonrisa era tan graciosa, maravillosa, de niño que acaba de recibir el regalo tan ansiado durante todo el año de Los Reyes Magos; se dio la licencia de pensar, o no pudo evitar pensar que algo muy especial le acababa de pasar a aquel tío, no hacía ni un día, no, esa sonrisa era tan fresca que no podía tener más de unas horas, tan reluciente y fragante era. ¿Qué habrá sido eso tan fantástico que le ha pasado a este tío?, se preguntaba el taxista, mirando a escondidas por el retrovisor de su taxi. Debe de haber sido algo excepcional y a la vez muy secreto, el tío está con esa felicidad desbordante y no dice esta boca es mía; ya sé, pensó el taxista, le ha tocado la lotería, es eso, le han tocado un montón de millones. Estaban llegando al aeropuerto, el taxista no podía contener hacer algún comentario, ese tío contagiaba felicidad a borbotones. ¿Hoy parece ser su día de gracia, caballero?, soltó el taxista sin poderse reprimir. Oiga, dijo Javier, muy mosqueado, para variar, no tengo ni puta idea de lo que tiene usted dentro de la mollera, pero de todo menos neuronas, si todavía le quedan unas poquitas, haga el favor de callarse la boca, se lo agradecería, y lléveme al aeropuerto, estoy llegando tarde al trabajo, y eso es algo que detesto. El taxista miró por el retrovisor, he metido la pata, se dijo, esperaba encontrar una cara seria en su retrovisor después de la bronca del individuo; pero no, para sorpresa y alegría suya y, desconcierto agradable, el tío aquel seguía sonriendo maravillosa y brillantemente, es un irónico el hijo de puta, es un genio del humor y del despiste el muy gañán, pensó el taxista, que le dijo al individuo de la sonrisa perenne, es usted el colmo, qué, cómo dice, replicó Javier, digo, dijo el taxista, que es usted fantástico, dígame, es usted cómico. Ya estaban llegando. Esta usted loco, dijo Javier, qué le debo. Nada, dijo el taxista, gente de su sentido del humor y alegría tienen cuenta gratis hasta Sebastopol. Javier se bajó del taxi contrariado, su frente se contraía como cuando se hace ese impulso muscular anal para cagar, y su sonrisa no se despegaba de él ni un milímetro; cuando llegó al taller, Bandido, Pepe Bandido e Isidoro Demetrio, los mecánicos más viejos y, por tanto los que más le conocían, no entendieron bien la jugada. Javier con una sonrisa indescriptible en su cara, indescriptible porque no lo habían visto reír ni sonreír en la vida.

-Qué pasa, pasmarotes -les dijo Javier al dúo de alucinados- parece como si me vieseis por primera vez en vuestras vidas.

-No, si, bueno, es algo muy extraño-, dijo Bandido.

Javier, como un sargento, los puso como siempre a trabajar. Venga, sacaros los pájaros de la cabeza, que el B-180 y el Fénix, tienen que estar listos para mañana, si no, me cae a mí el puro, y yo no me como el marrón de nadie. Venga, a currar Bandido, Isidoro. Uno al otro le dijo, a mi no me engaña con esa espléndida sonrisa de pos coito, sigue siendo el cabrón de toda la vida, tienes razón dijo el otro, tienes toda la razón. Lo que no acabo de entender es de qué cojones se sonríe ese cabronazo. Le habrá tocado algún buen pellizco en la lotería. Será, dijo el otro. Será, Bandido.

Al entrar en la oficina Javier. Rita, la secretaria, se estaba tomando un café calentito, del susto, del susto de verle a Javier la cara, con aquella sonrisa. Rita, inadecuadamente, del pánico claro, expulsó el café hacia delante con violencia, el café fue a parar al pecho de Javier, que se puso como un demonio con Rita, que si estás mal de la cabeza Rita, esta camisa me la regaló mi madre para mi cumpleaños, despierta Rita ostia, mira lo que haces, maldita sea Rita esta camisa era un regalo de mi madre, y el café deja mancha. Rita, Rita… Toda la empalagosa y ardua bronca de Javier se derretía en su propia sonrisa, que por mimetismo u otro tipo de ensamblaje hasta hoy indescifrable se acopló a la cara de Rita; pero en realidad (si es que eso existe) no fue por arte de magia que a Rita le brilló una sonrisa en la cara, y después le vino la risa, empleadas ambas del humor. Simplemente Rita al ver aquella sonrisa de Javier, pensó que Dios existía y que Javier, por fin, había quemado su carnet de socio de honor del club de los mal follados, de los estreñidos que cagan mensualmente y a cuenta gotas, que Javier estaba siendo irónico, era una gracia verlo igual de capullo que siempre con aquella sonrisa imperecedera y afable, qué tío, pensó Rita, Dios existe, se dijo en voz muy calladita para dentro de sí, la flor de la Rita, que también hacía un porrón de años que conocía a Javier, y nunca lo había visto mover un solo músculo de la cara, a no ser para contraerla como un perro cuando se enfadaba, que era en la mayoría de los casos.


 


 

VII


 


 

Las ruedas del taxi, muy gastadas, chirriaron como comadrejas en una sauna finlandesa, un ruido repelente, por lo demás, que si te pilla fuera del coche te da hasta tericia, se te ponen los pelos como escarpias, pero ese caso injurioso nunca se da para el productor del acto, el tío geta del coche que no cuida de sus neumáticos como debiera; y la afronta, porque lo es, la sufre el peatón, que encima, tiene que ir andando, no tiene coche, y está prohibido de experimentar esa exquisita sensación de joderle el alma a los peatones por unos gloriosos segundos que dura la frenada.

Bueno, empezó Miguel, una vez los dos fuera del automóvil, aquí se acabó el viaje. Es en este edificio donde vives. Sí, dijo ella, me puedes ayudar a subir las maletas. Claro, dijo Miguel, tan caballeroso como siempre. Los dos se colaron en el ascensor con las maletas, y Mabel, que dormía como un bebe en los brazos de Soledad. Una vieja muy mona y coqueta cerraba el círculo formado en el cubo que subía a regañadientes tirado por los flacuchos brazos de acero del ascensor que era tan viejo como la vieja. ¿Cuánto tiempo llevan casados?, disparó la vieja coqueta. No estamos casados señora, dijo Miguel avergonzado, soy taxista y ella es mi cliente y le estoy ayudando con las maletas. Eso, dijo Soledad, me está ayudando con las maletas, eso es todo, qué cosas… La vieja curvó el ceño, y asintió afirmativamente con la cabeza, ya, él, es taxista y, usted, señorita, su cliente, claro, y yo soy caperucita roja, no. Hágame el favor joven, pulse en el 3, vivo en el tercero. La vieja se salió del ascensor, no sin desearles buenas noches guiñándoles un ojo.

-Simpática la señora. –Dijo Miguel.

-Simpatiquísima. –Añadió ella.

Los dos se quedaron mirando el uno a otro, Mabel se despertó un instante, le echó una ojeada a Miguel y se volvió a dormir a pata suelta. Entraron las maletas. Miguel ya se marchaba, le había dicho a Soledad que había sido un placer conocerla, que tal vez algún día, quién sabía, se encontraban por la ciudad y entonces… Entonces, Miguel, por favor, quédate en casa conmigo. Miguel se sintió el hombre más feliz del mundo cuando oyó a la chica de ojos rasgados decirle que se quedara en su casa, eso le daba la esperanza de que se quedara en su vida, eso le hacía latir el corazón con fuerza, la abrazó con intensidad, lo mismo que ella, quedaron abrazados durante un espacio de tiempo que se perdió en el espacio y en el tiempo, ya nunca jamás se separarían.


 


 

VIII


 


 

Basta Rita, dijo Javier, se puede saber de qué te ríes, qué es lo que tiene tanta gracia, te parece gracioso haberme jodido la camisa que me regaló mi madre. Deja de sonreír puñetero, le dijo la chica, que de la risa, tuvo que acuclillarse por el dolor de barriga. Javier la dejó allí riendo a ras del suelo, en cuclillas, no entiendo nada, pensaba Javier, se ha vuelto todo el mundo majareta menos yo. Se metió en su oficina, revisó una serie de presupuestos, y después pasó a ver a los mecánicos. Éstos intentaban disimular su asombro, sin embargo, Javier percibía que nada era normal, que algo estaba pasando, y lo peor, que tal vez ese algo tuviera algo que ver con él. De hecho, el día había sido muy extraño, la mujer de la escalera con aquel comentario lírico, el taxista graciosillo llamándole cómico y otras sandeces por el estilo, la locura de Rita, los mecánicos que lo habían mirado como si acabasen de ver a un fantasma. ¿Qué coño está pasando? Preguntó Javier, porqué me miráis así, le dijo a varios mecánicos con los que estaba hablando. Nada jefe, dijo uno de ellos, es una sorpresa verle sonriendo, y buena, eso es todo jefe. Sonriendo yo, pamplinas, os habéis vuelto locos. Se fue directo a la oficina, al lavabo directamente para mirarse en el espejo. Allí ante el espejo estaba su cara seria de siempre, la misma cara seria de toda la vida, desde el bautizo hasta el mismo momento en que se miraba ahora en el espejo. Si quieren tomarle el pelo a alguien que se vayan buscando a otro, majaderos, qué será lo que pretenden con eso. Volvió de nuevo con los mecánicos, los puso a trabajar. Venga, venga, a currar, dejaros de guasa y a currar, en casa ya haréis bromitas con vuestras suegras si las tenéis, ahora no es hora, ahora es hora de trabajar. Los mecánicos flipaban en colores con Javier, era otra persona, sonreía infinitamente, daba gusto, y también a algún que otro mecánico aquella sonrisa le daba repelús.

Una vez acabada la jornada, Javier le pidió a Rita si le podía acompañar hasta casa. La tarde estaba tibia, el crepúsculo iluminaba cálidamente y con un brillo sonoro los edificios, los parques, la avenida por donde circulaban tranquilamente y en silencio Rita y Javier, quién miraba por la ventanilla del coche con una hermosa sonrisa la hermosa sonrisa del crepúsculo que caía mágicamente sobre la ciudad, los perros, la gente que paseaba a los perros, los coches de al lado del de Rita; por cierto, en un taxi, una vez parados por el semáforo, que nada tenía que ver con aquello, Javier reconoció al graciosillo de la mañana, llevaba a una mujer a su lado que se parecía mucho a Soledad, coño, si es Soledad, gritó Javier, Soledad y Miguel giraron el cuello hacia la izquierda, que era de allí justo a un metro, de donde venía el grito. Dios mío, exclamó Soledad, es Javier sonriendo, juraría que era el cachondo cínico que llevé esta mañana al aeropuerto, dijo Miguel. Es Javier, Miguel, es Javier, mírale, sigue sonriendo y mirándonos y sonriendo. No entiendo ni flores, dijo ella, que seguía sin entender nada, porque Javier seguía sonriendo y mirándoles sin decir nada, él también estaba sorprendido de ver a su ex mujer en un taxi, con un taxista tan feo en plan absolutamente todo menos la relación que se establece entre servidor y cliente, ella estaba montada delante y con una mano en su muslo derecho.

El verde del semáforo hizo que la sonrisa (para Soledad) pegajosa y fantasmagórica de Javier se volatilizase. Miguel emprendió la marcha unos metros detrás del coche de Rita, en el carril paralelo de la avenida La Paellera del General Payo, conocida por todos como la "paya" El siguiente semáforo los igualó. Soledad se acercó a la ventana de Miguel y le dijo a Javier que estaba muy feliz de verle tan feliz. Yo, dijo Javier, me alegro de que tengas tan buen gusto para escoger hombres tan atractivos. No te lo digo, es un cachondo ese tío, dijo Miguel, dirigiéndose a Soledad. Es el mismo desgraciado que conocí, dijo ella, por mucha sonrisa bonita que se ponga en la cara, porque es postiza, no me la creo, es un completo asocial, soso y despreciador del mundo animal, nada tan insensible como esa patética carta de presentación. Estás segura, le dijo Miguel a Soledad, mírale, a mi esa sonrisa no me parece falsa. Javier seguía sonriendo y mirándoles, en realidad estaba celoso de aquel taxista tan feo, para variar estaba cabreado, con su amplia sonrisa, únicamente desconocida por él mismo. Javier le dijo a Soledad que mejor estaba sola que mal acompañada. En esas que Miguel, a pesar de la sonrisa del otro, el cinismo y la ironía de la mañana, todo, todo junto le sudo un huevo, se bajó del coche, lo sacó por la ventanilla cómo si fuese un saco de patatas, y le metió un bofetón con la diestra que le desapareció hasta la maldita sonrisa. Discúlpese ante mi compañera, le dijo Miguel a Javier, éste, que era muy orgulloso, trago saliva, no decía nada. Quiere recibir otra, le dijo Miguel. No, no, me disculpo, claro, faltaría más, te pido disculpas Soledad, te deseo que seas muy feliz con este caballero. Se llama Miguel, dijo Soledad. Eso, Miguel, dijo Javier, que seas muy feliz con Miguel Soledad, y usted Miguel, perdóneme, hoy he tenido un día pésimo, lo siento, y se metió en el coche de Rita cabizbajo. Se oían los bocinazos de los coches a todo trapo, hacía un minuto de reloj que aquellos habían parado el tráfico.


 


 

IX


 


 

Rita dejó en casa a Javier, Miguel hizo lo propio con Soledad. El taxista tenía dos hijos, uno de ellos ya emancipado, el otro, era un adolescente de 16 años. Ambos, Soledad y Miguel estaban preparando las cosas para vivir juntos. Una mañana, unas semanas después de aquel luctuoso hecho en la avenida paya, Soledad quiso hacerle una visita a Javier, era domingo, lo encontraría seguro. Los fines de semana siempre estaba en casa, siempre que no estaba trabajando estaba en casa; así pues, tomó coraje y fue a verle, le tenía muy preocupada aquella visión de Javier con aquella sonrisa tan impropia de él, parecía como brujería. Soledad tocó el timbre, Javier abrió la puerta, se sorprendió al tener ante sí a Soledad. Pasa le dijo a Soledad. La chica entró, él la acompañó hasta la sala. Siéntate, le dijo, como tú por aquí Soledad. Bueno, si quieres que te diga la verdad, estaba muy preocupada contigo, y me sentía fatal por todo lo que pasó con Miguel y contigo. Siento mucho lo que pasó, te debo una disculpa. No tienes que disculparte de nada, el grosero fui yo Soledad.


 

Soledad estaba ante otro hombre, para nada aquel ser arrogante y egoísta que no escuchaba a nadie, hasta su voz sonaba diferente, dulce, cortés. Cariño, estás hablando sólo, dijo una voz femenina, una mujer apareció en la sala. Soledad, Elisa, Elisa, Soledad, un placer dijo Soledad, el placer es mío dijo la otra. Me ha hablado muy bien de ti, Javier. No me digas, dijo sorprendida Soledad. La chica se retiró, disculpad dijo, tengo que afeitarme los pelos de las piernas, de eso no se escapa ninguna mujer, verdad querida. Es cierto, dijo Soledad, que nunca tuvo un pelo en casi ningún lugar. Oye, Javier, me voy a marchar, Miguel y yo vamos a comer fuera de la ciudad, sólo quería pasar a verte un momento, y veo que estás fenomenal, me alegro, de corazón. Gracias, pero bueno, ya ves, estoy como siempre. No, dijo ella, estás mucho mejor. Gracias de nuevo Soledad, yo también me alegro de verte y saber que sigues con aquel taxista tan feo, dijo Javier, mostrando una hermosa sonrisa en su sempiterna seria cara. Ya veo que no has cambiado nada, hijo de puta. No, no he cambiado nada ni quiero, salvo que ahora sonrío de placer, dijo Javier orgulloso. Sonríes de placer, dijo Soledad mordiéndose un labio de la rabia, pues sonríe de nuevo. Claro, Soledad, sin ningún problema, y una sonrisa se fue abriendo bellísima y pausadamente como la cola de los pavos reales y sus dientes brillaban y sonreía y era capaz y a la vez de reírse, lo cual quería decir que se había superado y pasaba de las formas (la sonrisa) para llegar al contenido (la risa) y Soledad muy rápida sacó del pequeño bolso de tela un espray de laca y le apagó la sonrisa de brillantina, que él ya nunca pudo ver jamás, lo dejó ciego.

Después de aquello, a Javier hoy día, en su barrio, lo conocen como el Sonrisa sonría. Nadie sabe bien porqué. El hecho es que a todo sonríe ciegamente, como si no oyera nada, el ciego de los cojones.


 


 

FIN


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Incursiones en la tela


 


 


 

1


 


 


 


 

Eliseo había ido a comprar pan y leche, le tocaban las tareas domésticas en el piso que compartía con los amigos de facultad dos veces por semana, eso suponía que él era el encargado de hacer la comida, poner
las lavadoras que hiciera falta, barrer, fregar, otros días esas tareas estaban reservadas para los otros, así se iban organizando la vida los estudiantes de medicina, el citado Eliseo, Pepe y Vicente. Eliseo entró en la pastelería distraídamente, todo lo hacía de esa manera, vivía en los mundos de yupi, su mirada fue dando saltitos de pastel en pastel a la vez que la boca se le hacía agua, miraba desde una cierta distancia los pasteles de crema con chocolate y limón, con nata y fresas, coco, cabello de ángel, porque había tanta gente que se quedó obturado casi en la misma entrada del local. Delante de sí, después de unos minutos de amorío con los pasteles que más le gustaban y babar a mares, su indiferencia para con las personas se topó con el cuerpo agraciado de una diosa, que se alzaba a 180 centímetros de altura, llevaba un vestido ceñido de color morado, los muslos (por los muslos los conoceréis), les decía su profesor de anatomía, lo dicen todo, así pues, según nuestro futuro cirujano Eliseo, aquellas esplendorosas piernas no pasarían de la tierna edad de diecinueve años. A Eliseo, que nunca hacía ni puñetero caso de otra cosa que no fuera comer palomitas y diseccionar ranas en el laboratorio, le noqueó la visión parcial de la chica, porque la chica estaba dándole la espalda a Eliseo, habría llegado unos minutos antes que él a la pastelería y por eso él la estaba viendo de espaldas, porque si llega a ser al revés, Eliseo hubiese seguido babeando, como hacía siempre, delante de la vitrina y, la chica, más bien, la diosa, estaría tras él, haciendo precisamente lo que estaba haciendo en el momento en que Eliseo le arrancaba, desde atrás, la ropa con los ojos, atender al móvil con unos cuantos monosílabos, que a Eliseo le sonaron más dulces que los pasteles de chocolate. Una señora que tenía una celulitis centenaria y era más gorda que una vaca se compró todos los pasteles de chocolate con fresas que quedaban. Eliseo siempre se compraba uno de esos, pensó en quejarse, pensó, nada más, porque con Eliseo del dicho al hecho había un buen trecho, también estaba pensando en dirigirse a la diosa mientras esperaban en la cola, una vez ella hubo metido el móvil en un bolsito chiquitín de color lila, como la montura de las gafas de la señora que despachaba detrás del mostrador, una señora mayor de cara agradable que le pedía permiso a un pie para mover el otro, daba la sensación de que se movía a cámara lenta, y la gente que había no era poca, serían unas once personas, y la vieja, que todo lo hacía con mucho cariño, era ajena a los tosidos increpantes y fastidiosos de los clientes, se hacía la gilipollas muy bien la vieja, seguro que pensaba, qué os zurzan banda de borregos, llevo toda mi vida trabajando y aquí estoy aún, para ver si en estos últimos años me dejan una pensión paupérrima con la que poder pagar, pagar, que os zurzan, seguro que pensaba eso la vieja de rostro afable detrás de su montura lila de gafas último modelo, mientras terminaba de servir a la señora enorme que se había comprado todos los pasteles de chocolate con fresas, dos cocas de verdura, tres pasteles de cabello de ángel, cinco barras de pan y una baguette con la cual salió del local dándole bocados como si fuera a acabarse el mundo y una baguette en la tripa fuera el salvoconducto para salvar el pellejo, la grasa, en ese caso.


 


 


 

2


 


 


 

La vieja preguntó sin prisa alguna, dirigiéndose hacia el enjambre de gente, quién era el siguiente. Tres marujas tuvieron unas palabras desagradables entre ellas, al parecer no estaba muy claro a quién le tocaba, una de las fulanas se dirigió a la señora del mostrador con voz de verdulera, unos gritos que sonaban fatal, allí, entre aquel olor a trigo limpio y menta. La señora mayor del mostrador se hizo la desentendida y se sacó del bolsillo de su batita blanca impecable una lima con la cual se frotó las uñas cariñosamente al igual que hacía cuando cogía un pastel, que daba la sensación que estaba cogiendo un bebe. Las demás personas también se alborotaron y les pidieron que por favor se pusiesen de acuerdo, que no era cuestión de pasarse allí el día entero para comprar una barra de pan. A Eliseo todo la escandalera que se había formado le importaba bien poco, la diosa seguía allí, impresionante. Estaba feliz, sin embargo, era tan tímido que ni tan siquiera se había atrevido a, disimuladamente, pasar delante de ella fingiendo ver alguna cosa del mostrador y de esa manera conseguir verle la cara, pues ya le había sentido un montón, todas ellas bellísimas, exuberantes, llenas de fuerza y dramatismo, pero estaba inmovilizado tras ella. Por fin se pusieron de acuerdo las verduleras y la señora mayor que atendía, tranquila, se encaminó a coger, como si fuera un bebe de tres meses, una ensaimada con crema, tomó el dinero de otra mujerona, la caja registradora se atascó, la señora mayor pidió que esperasen un momentito que era el panadero el que entendía de esas cosas, que la disculpasen pero que ella de eso no sabía, apareció el panadero, un tío impecable en su aspecto, llevaba el pelo recogido en una coleta, cuando estuvo a un metro de la máquina dio una suave palmada y la caja abrió su vientrecito recaudador, no era nada, le dijo el panadero a la agradable y tierna señora mayor, que parecía un duende, a veces se vuelve avarienta la pobre y no quiere abrir, me recuerda la conducta de cierta especie, le respondió la vieja al joven panadero inmaculado, que se infiltró por donde había venido, como había llegado, casi sin ser percibido. La joven diosa atendía a otra llamada, Eliseo pudo verle una oreja, que cosa tan maravillosa le pareció la oreja de la diosa, ni grande ni pequeña, ni muy pegada a la cabeza ni muy separada, en idónea altura con el maxilar superior, qué maravilla de oreja. La de la ensaimada de crema salió de la pastelería canturreando jocosa, al pasar junto a Eliseo casi lo derriba con una teta, canijo, dijo la mujerona de la ensaimada de crema, al ver que el joven Eliseo casi se cae, y soltó una carcajada que hizo, por primera vez, girarse a la joven diosa, y Eliseo pudo ver la cara de la diosa, vio que su frente era recogida como una pequeña plaza, las cejas se le curvaban hacia arriba en los extremos, sofisticándole el rostro y suavizándole la fuerza extraña y profunda de sus ojos del color de la lava volcánica, la nariz un botón, la boca un manantial de agua, de una minúscula cala la orilla la barbilla, el cuello…, una especie de gusano le brotó de las tripas y se le agarró a la yugular, de ahí se le fue para las piernas, que le empezaron a temblar, estuvo a punto de desmayarse, el cuello, sí, aquel cuello…, cómo, qué, qué hacía aquella mancha peluda estampada en su cuello, Eliseo sintió una ofensa por parte de aquella aberración, además sentía como si los pelos de la joven le apuntasen con los pelos, erizándose prepotentes, encarándole, y aún peor, estaban usurpándole la belleza inigualable a la joven diosa, aquellos pelos de pesadilla habían poseído lo más sagrado de este mundo: la belleza.


 


 


 


 

3


 


 


 


 

La inmundicia, el caos, estaban allí ante Eliseo, se notaba que la chica era víctima de ese desfase, de esa ensoñación llamada vida, de ese ultraje que encumbra a los feos de espíritu a los pedestales del buen criterio, las buenas formas, la tradición, la ética de libro. La chica estaba maniatada por aquella mancha peluda en su cuello, era una joven bellísima, pero los ojos de la gente se deslumbraban con lo horroroso de aquella mancha peluda pegada a su cuello, y ella estaba triste, los novios que tenía acababan desistiendo, a la diosa le decían unos, que aquellos pelos en su cuello les aterraban, otros no mantenían la relación por una cuestión de falta de carácter, pues siempre pasaba que cuando iba la diosa con alguno de sus novios a cenar, o a comer a algún lugar, o al cine o al circo, allá donde fueran, siempre la gente prestaba atención a la mancha de pelos de su cuello, no la dejaban en paz, no, y era por eso que su novio tendría que ser una persona de carácter para imponer respeto, siempre existen los graciosos de turno. Eliseo se quedó sin saliva, pálido. Los pelos de la joven diosa le estaban ganando a la chica, una vez más, la partida, pues se giró inmediatamente al ver la cara de espanto que ponía Eliseo. La señora seguía despachando lentamente en el mostrador, unas persona salían, otras entraban, de manera que la pastelería era una especie de equipo de fútbol, se mantenía entre unas diez y doce personas. Eliseo volvió a tener a la chica de espaldas, de espaldas es otra cosa, pensó con una pizca de sarcasmo, aunque inmediatamente se sintió un miserable por lo que acababa de pensar. Había visto la cara de vergüenza de la joven, su malestar, había presentido el infinito rechazo que estaría padeciendo por parte de los demás, sólo porque tenía unos pelos en el cuello, a la altura de la nuez. Pensó en presentarse, no por piedad, en absoluto, esa joven bellísima era la primera mujer que le llamaba la atención en su vida, era la mujer más fascinante y atrayente que había visto jamás. Realmente aquellos pelos en su cuello eran intimidadores, tenían un no sé qué, como los amortajados, cuando te quedas solo con ellos no te fías, los vigilas, nunca sabes… Igual pasaba con aquellos pelos, Eliseo tenía la casi certeza de que no pertenecían a la joven diosa, pensaba que eran una intrusión espantosa y maligna capaz de manifestarse. Estaban más cerca del mostrador, la joven ladeó su cuello para ver el precio de unas galletas que había en una platillera, unos cinco o seis o siete pelos aparecieron amortiguados en ese precipicio bellísimo de 180 centímetros, Eliseo reculó, enseguida el vértigo se apoderó de él, miró al mostrador, allí seguía la señora cálida, tranquila y paciente, con amor y con cariño envolviendo un pan para otro cliente más. Eliseo intentó encarar los pelos, tenía que…, miró de nuevo, eran más, tal vez unos doce, la mancha del cuello, más o menos la gente que había en la pastelería, se armó de valor y los miró directamente aguantando la mirada e intentando no caerse al suelo, le provocaban mareos, eran aterradores aquellos negros pelos, unos doce, clavados como larvas putrefactas en una piel tersa, joven, blanca como el mármol de carrara. La joven diosa volvió a recolocarse de manera que los pelos se resguardaron de la mirada invasiva de Eliseo. Ya estaban a pie de mostrador, un hombre de mediana edad pedía un pan y un pastel de manzana, la joven diosa se giró hacia Eliseo, la joven no supo por qué se había girado.


 


 


 

4


 


 


 


 

Eliseo la miró a los ojos, vio que estaba sufriendo, que estaba cansada, que aquel cuerpo hermoso, su bello rostro, acompañado de aquellos pelos en su cuello, habían sido como una maldición. Su vida una maldición, un salir a la calle y las caras de horror sempiternamente clavadas en su cuello, y en aquel instante, cuando la chica, que no sabía por qué se había girado, fue a direccionarse de nuevo como estaba, cara al mostrador, Eliseo le dijo a la joven diosa, te quiero, nunca me habían interesado las chicas hasta que te he acabado de ver, te quiero, volvió a decirle a la joven diosa Eliseo, que no pensaba, sentía. Sentía que la sangre le estaba reventando las arterias de la cabeza, que le iban a explotar, sentía que los ojos volcánicos de la joven diosa entraban a fuego por los suyos y le quemaban las retinas, se ató sus ojos a los suyos, sintió la ternura de la joven, su sufrimiento, fue extendiendo sus brazos hacia la joven, ella los suyos, al unirse las manos, uno de los doce pelos de la mancha de su cuello cayó, una de las doce personas que había en la pastelería desapareció, el joven Eliseo al ver el pelo caer no pudo contener dos lágrimas, una por cada ojo, que se deslizaron suavemente por sus mejillas, dos pelos cayeron y dos personas desaparecieron. La joven, al ver las lágrimas de Eliseo, lloró dos lágrimas de amor y gratitud preciosas, otros dos pelos horribles cayeron, dos personas más de la pastelería desaparecieron. Los dos jóvenes se abrazaron emocionados, los rostros sacudidos por una fragancia embriagadora e invisible, turbados por el amor, eran una estampida de pasión, los corazones de ambos latiendo como caballos desbocados, te quiero, repetía una y otra vez Eliseo, que le besaba la cara a la joven atropelladamente y no paraban de brotarle las lágrimas, seis pelos cayeron y seis personas desaparecieron, la mancha de pelos desapareció del cuello de la joven diosa, salvo uno, un pelo blanco y minúsculo, inadvertido, como la presencia de la señora de cabellos plateados, cálida y afable, que estaba tras el mostrador luciendo una maravillosa sonrisa.


 


 

FIN


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

quinta-feira, 27 de outubro de 2011

Litografía Verde


 


 


I


 


Las cosas no fueron mal del todo. Sebastián, Marcelo y Nacho trabajaron bien. Llegaron a casa de los Estardas a eso de las 8 de la mañana. Marcelo, estaba lleno de dudas. Pero el azar de los acontecimientos disipó cualquier amago de fracaso.

Cuando llegaron a casa de los Estardas, éstos no se encontraban en la casa todavía. Alfredo, el mayordomo, inventando a bote pronto una excusa ridícula, los puso a trabajar en la cocina. Guillermina, la cocinera, una joven de alto porte, hay que describirla cómo un pura sangre, desde su metro noventa y su aire estoico , grandes dientes blancos en una boca carnuda sin fin, caderas aerodinámicamente portentosas, piernas cien metros vallas, ojos redondos de luna verde, tetas demoledoras, les puso a trabajar inmediatamente. A Marcelo, que tenía aquella pinta de confusión perpetua agarrada a la cara, lo puso a pelar patatas. Sebastián le confió a la cocinera que no sabía ni freír un huevo, y Nacho dijo tres cuartos de lo mismo. Les señaló la pica, que estaba abarrotada de enormes sartenes, platos, cucharas de palo, copas de cristal.

La cocinera les advirtió que tuvieran cuidado con las copas de vidrio, eran de un cristal francés carísimo que la señora Estardas adoraba. Se pasaron toda la mañana limpiando minuciosamente las copas, el resto lo dejarían para Marcelo.

La cocinera estaba preparando un pudín de alcachofa con arándanos y salsa de fresas a la Moranta, de primero. Para el segundo plato, indicado por el imprevisible señor Estardas, que por cierto, en cuestiones culinarias tenía una falta de tacto descomunal, pollo campestre con coca-cola, trufas de Aussex, patatas asadas flambeadas con coñac de Breaule, y un poco de verde, agrião, una planta picante mozambiqueña utilizada para ensalada. De postre, la cocinera les serviría una ensalada de frutas, con helado de frambuesa, muy adecuado para la estación veraniega.

A media mañana, el mayordomo, un hombre con cabeza de águila y rellenito cómo el cuerpo de un búho, se pasó por la cocina, cuchicheó alzándose de puntillas (igual que un roedor), en la oreja de la cocinera, y después habló con Marcelo. Mientras tanto, Sebastián y Nacho condimentaban unos pollos grandes cómo pavos. Marcelo se giró hacia ellos un instante, antes de atravesar la puerta de la cocina que daba a un amplio corredor. Al frente iba el mayordomo.

Llegaron a la segunda planta, de las cuatro que tenía el caserón de campo. El mayordomo introdujo a Marcelo en una habitación. Le explicó su siguiente tarea, que consistía en ver unas películas que allí se encontraban. Marcelo puso la primera cinta: un joven desnudo caminaba por una playa desierta. Atardecía, los colores eran hermosos, el joven también. La siguientes imágenes (todo sin música), eran las de un cementerio; un cementerio sórdido, inigualable en su decadencia, pensó Marcelo, ya que se veía a un personaje representando a la muerte, con un traje de monje, negro, y una guadaña; andando por una estrecha calle de nichos, en los cuales no había fotos de los muertos; si no pantallas de plasma, con grabaciones recogidas de los supuestos fallecidos, mostrándolos en diferentes facetas triviales de sus vidas; desde charlar amigablemente con los amigos en un bar, pasear en bicicleta. Hasta la aburrida espera en una consulta médica, o en la cola de la carnicería de un supermercado. En la pantalla de un nicho, una niña, vestida con un pijama, en lo que parecía ser un hospital, rogaba no morir, con los ojos llenos de lágrimas. Las imágenes siguientes eran las de un ataúd blanco chiquitito siendo introducido en aquel mismo nicho.

Marcelo tragó saliva, del cementerio la filmación se fue a un circo. En él, un payaso gordo y sin gracia, contaba un chiste malísimo. La gente (el circo estaba lleno) le tiraba piedras, mientras que otros payasos, con las caras pintadas de negro, los labios y las cuencas de los ojos de rojo, feroces cómo perros rabiosos, situados entre el público de las gradas, increpaban a la gente para que tirasen con más ahínco las piedras. Poco después, el payaso con exceso de peso, yacía en el suelo igual que una naranja desgajada. Los payasos diabólicos descendían; bailaban una danza patética rascándose el culo groseramente alrededor del payaso, le hacían carantoñas, la gente reía, y acababan llevándose al infortunado, arrastrado por los zapatones . El reguero de sangre dejado por el desgraciado, era absorvido con deleite por las impresionantes relamidas de una tigresa. En ese momento, varios empleados del circo, todos enanos con pelucas azules de mujer , situados a los pies de las gradas, levantaban unos carteles con la leyenda "Aplausos" , y la gente aplaudía sin ganas. La primera cinta acababa.


 

II


 

Los señores Estardas llegaron al caseron, como siempre, puntuales. El mayordomo los recibió y los puso al corriente de todo. Volvían de una larga estancia en la ciudad. La señora Estardas quiso saber con más detalle como era el personal. Los chicos parecen ser inmejorables, señora Estardas. Uno de ellos está en el cuarto de invitados viendo las películas que la señora ordenó. Los otros dos, están ayudando en la cocina. No tenía órdenes explícitas sobre ellos (continuó el mayordomo), y pensé que a la cocinera no le vendría mal una ayuda.

La señora asintió con la cabeza, empezó a subir los peldaños de madera noble de la gran escalera. Se paró un momento para mandarle al mayordomo que preparase su baño. Reinició de nuevo sus pasos y se volvió a parar, esta vez, girándose para encarar al mayordomo y preguntarle si sus hijos, Valentina y Eliseo, habían llegado. El mayordomo respondió afirmativamente. La señora Estardas desapareció elegantemente escaleras arriba. El mayordomo frunció las cejas en señal de preocupación. Tenía mucho trabajo por delante. El día no había hecho más que empezar.


 

III


 

Valentina entró en la cocina, de la nevera sacó pan de molde, jamón york y una barra de mantequilla. La cocinera quiso impedir que la joven se hiciese un sandwich. Valentina le dijo que no se preocupase, que siguiese a lo suyo. La cocinera se sintió ofendida por no poder ayudar, y soltó una especie de relincho, que quedó amortiguado con el crepitar de las patatas que colocó en la freidera con aceite hirviendo.

Sebastián y Nacho escucharon algo, pero no sabiendo determinar el qué, hablaron en voz baja y emocionadamente de la belleza de la joven. Cómo Marcelo seguía desaparecido, estaban terminando de limpiar las últimas sartenes. Valentina salió de la cocina con el sandwich en la mano, los chicos la miraron, ella a ellos también. Son muy guapos pensó la hija de los señores Estardas. Si hay una cosa que a mi madre no le falta, es buen gusto.

De la dantesca boca de la cocinera, salió el siguiente mandato. Los tres jóvenes tenían que servir la comida de la familia Estardas. Sebastián y Nacho intentaron explicarle a la cocinera que ellos no estaban allí para eso, que su trabajo era otro..,Qué, qué, hablad con el mayordomo que es quién os paga, dijo la cocinera, a mi me han dicho que estáis a mi disposición. Por lo tanto, dejaos de rollos e ir a ver a Betty, en realidad se llama Beatriz, no sé que gracioso le dijo que se parecía a una actriz de Hollywood, que ni del nombre me acuerdo, ni un bledo me importa. Ella se encarga de la limpieza. Id a buscarla, andará por una de esas tropecientas mil habitaciones. Os proporcionará la vestimenta para servir la comida. En el caso, no lo creo, que la star de la Betty no tenga ni idea del vestuario, buscad al chófer, él es el más antiguo funcionario de la casa. Lo sabe todo. El problema es encontrarlo parado en algún lugar. Cómo es el conductor, y la persona de mas confianza de la familia, y evidentemente no paga un céntimo de gasolina, no para quieto un segundo. Si los señores lo necesitan, lo llaman por móvil y al poco aparece. Son las garantías que ofrece, dijo la cocinera con una puntita de odio marcada en los ojos, el llevar más de 20 años chupándole el culo a una familia entera.

El mayordomo entró en la habitación de invitados al poco de que Marcelo hubiera acabado de ver la primera cinta de video de las tres que había. Oiga, le dijo Marcelo al mayordomo pajarraco, la cinta es caquética. El mayordomo sonrió con ese tipo de sonrisas, que más que nada, anuncian una dentellada lobuna; aunque se quedan en el amago, y se resuelven con unas collejas en el cogote, disimuladamente cariñosas, al sujeto lenguaraz, en este caso nuestro querido joven e ingenuo Marcelo.

No sé que has visto chico, dijo el mayordomo, pero trata de ver todo en la vida como una misma cosa: todo conspira positivamente, con sus virtudes e imperfecciones, para el fluir majestuoso de la vida. En verdad, Marcelo no entendió una mierda. El mayordomo le comentó que él, junto con sus dos amigos servirían el almuerzo de los señores. Que buscase a Betty para lo del traje de camarero. ¿Cómo es la mujer? Preguntó Marcelo. Se parece a Bett Davis, lo que más chiquitita. ¿Y quién es Bett Davis? Déjalo chaval, respondió el mayordomo.

Aurora, la señora Estardas, estaba disfrutando de su baño de agua templada en el yacusi. La vista era estupenda. Desde la ventana se veía el campo de golf, y al fondo, el bosque formaba leves colinas preñadas de robles. El cielo, completamente azul, le daba a la señora Estardas una sensación de inmediata volatilidad, de muerte, de vacío, gracias a varias grandes nubes, que se deshacían fulgurantemente. ¿Cuántas cosas, historias, gentes, nubes cómo esas, ha devorado ya, ese cielo insaciable? Se preguntó la señora Estardas, estirando el brazo y pulsando con su fino dedo índice el play de la televisión interna de la casa. En la pantalla del cuarto de baño, se veía a un joven sentado en una poltrona viendo la tele. La señora podía ver perfectamente el rostro del joven, y las imágenes que él veía.

La señora Estardas se sirvió más champán, bebió pausadamente mientras saboreaba los gestos contrariados del joven. Dejó la copa, se llevó dos dedos a la boca y luego al clítoris, se lo frotó suavemente, en círculos.

Gimió un poco cómo una perrilla joven, inexperiente. Al joven lo encontraba sensual y sobre todo desarmado, cómo un niño de cuatro años, que por unos minutos se queda sin su mamá que lo lleva cogido de la mano. Valentina golpeó la puerta del baño. Adelante. La única persona que tenía autorización a entrometerse en el momento de su baño, era su hija. Nunca jamás harían eso su hijo, y mucho menos, Manuel Estardas, su segundo marido, padre de Eliseo, pero no de Valentina, hija del primer matrimonio de la señora.

IV


 

Sebastián y Nacho encontraron a la tal Betty en la tercera planta, en una habitación estaba quitándole el polvo a unos candelabros. Tenía abierto el escote de su uniforme, de tal manera, que las tetas estaban casi que diciéndole adios a la propietaria, para vete tu a saber, irse a dónde. Se presentaron sus tetas antes que ella. Betty se abotonó el traje. Les pidió que la siguieran. La sala con los uniformes se hallaba en la planta baja. En la segunda planta se toparon con Marcelo.

Betty les ayudó en la elección de las ropas que debían usar para servir la comida. Se despidió. Betty era pequeña pero matona.

La señora Estardas, respetando todas las gilipolleces de su marido, esta no podía ser menos, la de ser puntual. Apareció en la terraza, donde comerían a las 2, a la dos menos dos minutos. Su marido ya estaba allí, con un dry martini en la mano y su puro en la otra. A la señora Estardas le daría un placer inmenso meterle a su marido aquel maldito puro por el culo. A la señora Estardas le gustaría…

No se les ocurra hacer ningún desastre, le dijo la cocinera a los jóvenes. Se sirve por la derecha de la persona, no olviden eso, es muy importante.

Los jóvenes estaban elegantísimos con aquellos trajes negros, camisa y pajarita blanca; más bien parecían unos candidatos al Oscar, que no unos camareros. Sutilezas de la señora Estardas. Marcelo fue el primero en llegar a la mesa con la bandeja del pudín. La dejó donde le dijeron, en el extremo opuesto donde se sentaba el señor Estardas. Sebastián cortaba el pudín, mientras que Marcelo y Nacho servían, siempre por la derecha, cómo les había indicado hasta la extenuación la cocinera caballo.

El pudín estaba exquisito, según sugirió la señora Estardas, colocando sus ojos en el culo de Nacho, cómo se enciende uno un cigarro, se quita uno un pelo de la lengua, o de la sopa, que es asquerosísimo, de una manera completamente natural.

Después vino el pollo americanizado del señor Estardas. Sólo le faltó venir volando, con esa sobredosis de (coca)-cola, nadie se hubiese extrañado de que a los pollos les hubiese dado un subidón de adrenalina, y hubiesen resucitado de su paso por el horno. A los machos Estardas, el pollo cocalómano les encantó, bebiéndose un par de botellas de buen Rioja, que en eso no eran estúpidos. Las mujeres, más concienzadas, por eso de la salud, de la vanidad, en definitiva, bebieron agua con gas. Antes de que los jóvenes, improvisados camareros dejasen los segundos platos, ellas, muy educadamente se recusaron. Los platos volaron de nuevo para la cocina en manos de Sebastián y de Marcelo. La cocinera, al principio, se sintió ofendida por el rechazo. De unas alarmantes dentelladas acabó con el pollo entero que estaba dividido en los dos platos. Así mató su rabia.

No ha dejado ni los huesos, le dijo Marcelo a Sebastián, tan contrariado cómo cuando estuvo, hacía nada, viendo aquellos siniestros videos con historias espeluznantes. No me extraña, en la boca tiene una picadora de carne. Le respondió Sebastián a Marcelo. Los dos siguieron a lo suyo.


 

V


 

Al terminar la comida el señor Estardas se fue a tomar una siesta. Esta costumbre española le parecía increíble. De hecho, más bien le parecía una sabia costumbre, pues si comer bien, era estupendo, cagar bien, era una delicia. ¿Qué se podía igualar a una buena cagada? Nada. Pero antes había que preparar el terreno. ¿Cómo? Haciendo una buena digestión, y, para ello, nada mejor que una buena siesta. Aunque el fin, y el placer de la siesta estaba en sí mismo, una de las agradables variantes de ésta, era una eficaz digestión y la consiguiente cagada (Tal vez la siesta no era más que el medio). El señor Estardas pensaba que las mujeres eran menos sensibles a esos placeres, pero andaba muy engañado. A todo ser vivo le encanta cagar, es algo que está inserto en nuestras fibras, cómo enclavado está nuestro planeta al sistema solar.

Valentina habló con su madre. Estaban de acuerdo, podían hacer la sesión de fotos con aquel moreno y el otro alto. La luz a esa hora tenía ese brillo un tanto desgastado de cuando avanza la tarde.

El mayordomo llamó a Marcelo (el moreno) y a Sebastián. Ahora váis a tener una sesión de fotos. Tomaros muy en serio el trabajo, a la señora Estardas no le gusta que se bromee con el arte. Si tengo alguna queja, os váis de aquí sin un puto duro. ¿Está claro? Clarísimo, dijo Sebastián, en ese momento le hubiese extraído las pelotas al mayordomo cómo el tapón de una botella de vino. El mayordomo los acompañó hasta una sala de estudio, donde al fondo la señora Estardas hablaba entretenidamente con Valentina. Había grandes focos por todas partes, cámaras de video, fotográficas.

Jóvenes, se dirigió la señora Estardas a Sebastián y a Marcelo, vamos a haceros unas fotos, sólo os pido serenidad. No intentéis poner más cara que la vuestra, sin trucos ni alardes, por favor. Los jóvenes asintieron. Valentina se los comía con los ojos, Aurora, la madre, con el alma.

Las primeras fotos que se hicieron, las tomaron al aire libre, fuera, en el bosque de robles privado. Ellos iban vestidos de pastores. Unos pastores un tanto prehistóricos, usaban unas pieles de borrego para taparse el pecho y las vergüenzas. La señora Estardas les hacía posar con posturas evangélicas, cómo sucede en los grandes retratos de ángeles y vírgenes de los pintores clásicos: Sebastián de rodillas agarrado a su cayado, con la cabeza apuntando hacia el cielo, junto a él, de pie, Marcelo, posando una mano sobre el hombro del otro. Estuvieron más de una hora haciendo fotos, después pasaron al estudio.

¿Ahora vamos a hacer unos desnudos, habíais hecho desnudos antes? Preguntó la señora Estardas. Los dos mintieron diciéndo que sí. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por la buena gallina que se iban a llevar.

Se desnudaron y se pusieron un albornoz blanco cada uno. La señora Estardas empezó con Marcelo, que al poco de estar en pelotas delante de aquellas dos bellas mujeres, tumbado en un divan cómo una puta fina, involuntariamente, se le puso el pene más duro que una pértiga. Se llevó rápidamente las manos a la polla, que era intratable y revoloteaba cómo si fuera una cascabel. Valentina sentía que se le humedecía el chochito a una velocidad de vértigo. Sebastián tenía su manaza tapando su boca y nariz. Estaba a punto de soltar la carcajada, pero se acordó de lo que les había dicho el mayordomo y contuvo la risa. Tranquilo, chico, le dijo la señora Estardas a Marcelo, eso pasa, es lo más normal del mundo. Sebastián le tiró de lejos el albornoz. Marcelo estaba avergonzado. Tranquilo tío, piensa en la pasta, le dijo su compañero.

Ahora era Sebastián el que estaba desnudo delante de la señora Estardas. El decorado, absurdo por otra parte, era una farola en medio de un desierto nevado. Le habían colocado unas gafas de sky, un gorrito de esos de lana de invierno, a lo Manu Chao, y unos skies. La mujer artista empezó a tirarle fotos, mientras le indicaba cambios de posición y le corregía los gestos. A Sebastián no le pasó lo que a Marcelo, porque las ideas que se pasaban por su cabeza estaban danzando entre la risa, el ridículo que estaba haciendo, según él, y sobre todo la pasta, que hablaba más alto que nada.


 

VI


 

La cocinera, bajo mandato secreto del mayordomo, enganchó a Nacho con los dientes por los pelos del pecho. Al joven lo mandó a la cocina el mayordomo, quién cumplía órdenes de la señora Estardas.

Nacho, después de gritar como un poseso y casi quedarse por completo sin aquella pelambrera espantosa que le cubría los pectorales, ahora en la boca vagón de la cocinera, le estaba amasando las tetazas. De un relincho, la cocinera escupió los asquerosos pelos, y con la misma babosa y práctica boca le arrancó los vaqueros de una dentellada. Esto excitó más aún, si cabía, la extravagante y calenturienta mente de Nacho, que le pidió a la cocinera cantando que no lo dejara eunuco para el resto de sus días; aunque le imploró que por nada del mundo sacase aquella trotona boca de su apéndice pélvico.

Sentía como si le estuviesen lijando el manubrio, en vez de chupárselo. Eso lo puso cómo una cabra de nuevo, lo endiabló de tal manera que sacó su polla recién lijada de la boca carpintera de la yegua, y empezó a darle una serie de bofetones en la cara, que para cuando hubo acabado, ella estaba más quieta que un gato de porcelana; entonces la tiró al suelo de un puñetazo en la jeta y, culo en pompa, la montó por detrás a placer. Varios relinchos de satisfacción se dejaron oír por todo el caserón.

Otra cámara oculta estaba grabándolo todo. La cocinera insistía en que Nacho le metiese un pepino de los más gordos por el culo. Nacho sacó de la nevera un pepino tan grande cómo un obús y se lo enroscó fácilmente por allí por donde se caga y había pedido la cocinera. A Nacho le entró la risa, por la facilidad con la que el ojete de la cocinera fagocitaba semejante pedazo. El pepino simplemente desapareció por aquel agujero sin fin, igual que lo hace un pelo púbico por el ralo de la ducha. Nacho estaba asombrado y pensó que la vida era maravillosa, fantástica, original. Llevado por el entusiasmo le preguntó a la cocinera si quería que le trajese alguna otra cosa deliciosa. Sigue follándome, niñato, cuando quiera algo ya te lo pido, masculló la cocinera.

Mientras tanto, el mayordomo, que era un ser completamente enfermo y depravado, los estaba espiando. Los ojos se le salían de las órbitas, se llevó la mano a la bragueta, se frotó su pene de bebe, y de él, enseguida, le salió una especie de baba abyecta y amarillenta, pequeña, contada, igual que su racanería. Miró a ambos lados, cómo había hecho antes de abrirse la cremallera del pantalón, y operó de manera inversa. Su cara de psicópata se deslució un poco, luego recobró de nuevo su brillo. Serio cómo siempre se dirigió en busca de la señora Estardas que estaba en el estudio.

Eliseo puso el canal interno de la televisión. Accionando una tras otra vez el botón, iba pasando de una sala a otra. Se paró en el estudio de fotografía de su madre. Vio a aquel chico negro tumbado en un diván. Cuando el tipo se puso a mil, aquella polla hostil, la madre sacando quince, veinte fotos por segundo, Eliseo no pudo dejar de pensar que su madre tenía tanto de artista cómo de guarrona. ¿Qué haría con ellos en las salas privadas? Era algo que se preguntaba Eliseo a modo filosófico, al igual que se hace con el tiempo, el espacio, el origen del Universo, del hombre, los alienígenas, todas esas chorradas que Eliseo consideraba como tales, y que para él, joven pragmático cómo su padre, no pasaban de un pasatiempos para gentes con la tripa bien forrada como él.

Por lo tanto, se infiere que para los varones Estardas, las sesiones fotográficas y otras vertientes artísticas de Aurora Estardas, no pasaban de simples niñerías a las cuales la señora Estardas pretendía sellarlas con el cuño de oro del arte con letras mayúsculas.


 

VII


 

El señor Estardas se levantó de su siesta, ese día la alargó más de lo normal. Se metió en la ducha con aquel cuerpo largo y gordo igual que el de una longaniza o una butifarra catalana. Cómo era de rigor, el mayordomo tocó a la puerta de su habitación, eran las seis de la tarde. El señor Estardas, que tenía una compañía de trenes, sufría de una manía completamente gilipollas (cómo todas las manías), la de la puntualidad. Si marcaba un encuentro con alguien, ya fuera de trabajo o no, y la persona en cuestión se retrasaba un segundo; se desentendía de la historia, no sin antes pillarse un cabreo de aúpa.

Cómo están yendo las cosas, le preguntó el señor Estardas al mayordomo. Su mujer está fotografiando a dos de los chicos en el estudio fotográfico. Les está sacando fotos en cueros. Bajo órdenes de su señora mandé al otro chico a la cocina. Ya sabe usted señor Estardas, como se las gasta la cocinera, dijo el mayordomo, que parecía un sargento desembuchando ante su capitán.

Mi mujer, como siempre, encubriendo bajo todo ese arte suyo, lo putona que es. Por lo menos le agradezco que lo enmascare con todo ese rollo artístico. Hoy día ya no son visibles las fronteras entre el arte, el porno, la pederastia… Aurora se mueve entre esas fronteras borrosas cómo una serpiente por el fango, sigilosamente. Pero si la pillo con un hijo de puta en la cama, no la va a salvar ni el arte, mediante el cual, creo que me la está dando con queso. Reflexionó para sus adentros el señor Estardas delante del mayordomo, que permanecía en silencio aguardando una orden.

Siga bien atento a todos los movimientos de la casa, en especial los de mi mujer, por cierto, donde está Turgencio (era el chófer), desde que llegamos que no le veo. Creo que está en el pueblo, señor Estardas, dijo el mayordomo. Ya sabe, con el nunca se sabe. Quiere que le llame, señor. No, no importa, gracias, respondió Manuel Estardas.

La señora Estardas y su hija Valentina terminaron la sesión de fotos. Los dos chicos estaban allí de pie, con aquellos ridículos albornoces blancos esperando noticias nuevas. Aurora Estardas dejó el estudio. Quedaron los tres, Valentina, Sebastián y Marcelo. Valentina se había quedado encandilada con los cuerpos de los jóvenes, y sobre todo con la poderosa polla de Marcelo. Les propuso que follasen los tres. A Sebastián se le abrió una amplia sonrisa que le llegó hasta la nuca. Marcelo parecía intimidado. Es una orden, Marcelo, le dijo Valentina. Quiero decir (prosiguió), si quieres ganar toda esa jugosa cantidad de dinero, tendrás que aceptar el convite.

Marcelo tenía novia, la amaba. Hacerse fotos desnudo pasaba, pero ahora esto, parecía sobrepasarle. Encontraba indignante engañar a su novia. Por otro lado, era mucho dinero el que le pagarían por un solo día. Mas dinero que el que ganaría trabajando más de un año en la tienda de informática donde trabajaba cómo técnico.

Sebastián, que era quién había conseguido el trabajo para los tres, y tenía la moral de una rata, le animó. Le dijo que era mucho dinero, que tranquilo, que lo pasarían bien, que no iban a matar a nadie, que era sólo sexo, que era mucho dinero, le insistió de nuevo, que… Esta bien, dijo Marcelo. Los ojos de Valentina brillaron, una sacudida eléctrica recorrió todo su cuerpo al recordar el manubrio terrible de aquel Marcelo.


 

VIII


 

Nos vemos después de que os duchéis, en mi cuarto, de aquí a una media hora, está en la segunda planta, en el ala derecha, no tiene pérdida, es al final del pasillo. Dijo Valentina mientras caminaba pausadamente hacia la puerta de salida del estudio fotográfico. Sebastían siguió con la mirada todo aquel volumen de curvas envolventes, piernas robustas, cuello largo y fino, una diosa ninfomaníaca bellísima y con pinta de fulminar un equipo de fútbol en un santiamén, a base de caderazos.

El mayordomo, siguiendo órdenes de su jefe de controlar a todo el mundo, había escuchado la conversación de la hija con los jóvenes funcionarios. Es todavía más puta que la madre, pensó el tarado mental del mayordomo. Quiero ver la cara que pone el señor Estardas cuando se entere de esto.

Sin tiempo que perder, llevado por la emoción que mueve a los perdedores de este mundo, que sólo encuentran satisfacción en los tropiezos de los demás, puesto que ellos son unos auténticos cobardes, incapaces de conquistar, a base de lucha, su espacio, el mayordomo tocaba y entraba en la habitación del señor Estardas:

Se trata de su hija. Que pasa con ella, respondió Manuel Estardas. Dentro de poco se va a reunir con dos de los camareros contratados por su señora, el negro y el más alto, perdone señor… Se va a reunir… Para… Hable, coño, hable de una vez… Dijo cabreado el señor Estardas ante tanto misterio. El caso, dijo el mayordomo poniendo su mejor cara, es que los ha citado para hacer un trio. Eso es todo Alfredo, inquirió el señor Estardas. Sí, señor. Muy bien, ahora déjeme solo. El mayordomo giró sobre sí mismo, igual a una peonza y desapareció tras la puerta.

Valentina no era hija de Manuel Estardas, éste la tenía en muy buena consideración. Era una chica prudente, inteligente, guapa, hábil para los negocios de su empresa. El hecho de que fuese ninfómana a Manuel Estardas le importaba bien poco, por no decir que no le importaba nada en absoluto. Con quién andaba preocupado el señor Estardas era con su mujer, que se podían dar las mismas condiciones a la inversa que con su hijastra, y todo estaría perfecto. Su mujer podría ser una oligofrénica, grosera, estúpida, oler mal, pero ser fiel, y todo estaría bien. El señor Estardas, era un hombre, y como todo hombre, lo único que no toleraría sería que otro cabrón se cepillase a su mujer. Eso, y una patada en los cojones, son las dos cosas que más le duelen a un hombre.

Hizo, pues, caso omiso a las confidencias del mayordomo y no pensó más en ello. Miró su reloj pulsera, eran las 16:43, pensó en su hijastra Valentina, si era puntual como siempre, el banquete ya habría empezado.


 

IX


 

Valentina besó a Sebastián, Marcelo estaba sentado en la cama con cara de pocos amigos, parecía que tenía dolor de barriga, o que estaba en el entierro de un pariente bien próximo. La chica seguía jugando con Sebastián, que se agarraba a sus nalgas ardientemente. Pero en realidad el caramelo que la niña juguetona quería, estaba con cara de culo sentado en la cama. Ella fue llevando a Sebastián hasta la cama. Ambos cayeron junto a Marcelo, ella estiró un brazo y puso su mano sobre el paquete de Marcelo.

Ella se lanzó sobre las piernas de Marcelo, Sebastián por detrás le arrancó el sujetador a Valentina, las tetas de la joven, de pezones enormes y puntiagudos, morenos, se dejaban entrever entre el roto sujetador y la blusa blanca que llevaba desabotonada. A Marcelo se le fue de la cabeza la novia, que era cómo si estuviese allí, con cara de tortuga griposa, viéndolo todo, y la cosa empezó a ponérsele dura. Valentina le cogió una mano a Marcelo y la llevó a su teta izquierda, diciéndole, mira guapo, el corazón me late cómo un pajarillo atormentado gracias a ti, baby. Marcelo sintió el calor y la densidad de aquella teta maravillosa, el latido vivaldiano de su corazón. Sebastián, por detrás, le metía la mano por la entrepierna a Valentina. Cómo Marcelo era celoso hasta de lo que no era suyo, le dijo a la chica que ellos dos o nada. Valentina no tuvo ninguna duda y expulsó cariñosamente a Sebastián, que dejó la habitación a regañadientes y blasfemando. El mayordomo, que estaba espiando, se metió rápidamente en una habitación contigua. Cuando el larguirucho desapareció por el pasillo, el psicópata mayordomo siguió espiando, descaradamente, con la oreja empotrada en la puerta.

Una vez que se quedaron los dos solos, Valentina, con un hambre voraz, empezó a besarle la boca, esas bocas que tienen los negros, que da para chuparlas durante un día entero. Siguió descendiendo por su cuerpo, lentamente, él la agarraba de las tetas tan duras y a la vez tan blandas y esponjosas. Entonces Marcelo, cuando ella andaba chupándole el ombligo, la agarró por el pelo de la nuca con la mano izquierda, y con la otra, ayudándose de un saltito con el culo, se quitó los pantalones, allí estaba aquella cosa larga, negra, gorda, semidura, que a Valentina la excitó sobremanera.

Prácticamente se comió la polla de Marcelo, que vivía unos momentos apoteósicos jamás soñados; que giraba la cabeza cómo azotado por unos vientos invisibles y poderosísimos, acompañando los movimientos con la lengua, y con un lenguaje irreconocible, más bien un gangoseo; dos hilillos de sudor le abrillantaban la frente por las sienes. Sentía que se iba a correr cómo nunca antes se había corrido en su vida. Valentina seguía chupándosela cómo una posesa, la desligó de su polla, con mucho esfuerzo, como se hace con esos bebes que maman como diablos de los pezones enormes de sus madres, y que tan difícil es hacerlo hasta que no se han pegado el atracón padre. Valentina no lloró al ser desengancada del dulce néctar cómo un bebe, pero le faltó poco, hizo unos pucheros, que se desvanecieron en seguida, cuando Marcelo le quitó los vaqueros, le hizo a un ladito las bragas, y de pie, en volandas, la alzó sujetándola por el culo y le metió aquella cosa sin alma, ciega y pesada cómo el plomo, en el ardiente chochito. Dos sacudidas, ella emocionada, lloraba de placer. Tres, seis, quince, veintitrés sacudidas gloriosas, mojadas. Me voy a correr, le dijo a la chica extasiado Marcelo. Cielos, atinó a decir Valentina. Cielos, córrete campeón.

En este lapso de tiempo en el polvazo de la joven Valentina y Marcelo, el mayordomo se había hecho tres viles pajas y pensado en las quinientas que se iba a hacer recordando los susurros, gritos e impresionantes jadeos de la señorita Estardas. No le contaría nada al jefe, pues, visto lo visto, para que perder el tiempo. Estaba claro que al señor Estardas le importaba un huevo y parte del otro la señorita Valentina. Sin nada mejor que hacer, y con un poco de hambre, se dirigió a la cocina.

Abrió la puerta de la cocina y no podía creer lo que estaba viendo. Es decir, si que podía creer lo que estaba viendo porque lo estaba viendo. El hecho era que lo que estaba sucediendo, no había pasado por su conocimiento. Cualquier cosa que concerniese a los empleados le concernia a él. De manera que no había movimiento que éstos hiciesen, sin él saberlo. Las órdenes las daban los señores y el era el encargado de que todo se cumpliera a rajatabla. El larguirucho (Sebastián) estaba follando con Guillermina la cocinera. Por los gritos, en principio pensó que se estaban peleando, luego se cercioró de que no.

Les iba a meter un puro a ambos del carajo. Pero en ese momento no quiso intervenir, se bajó la cremallera y los espió atentamente, no sin antes percatarse de que por el corredor no venía nadie. Se frotó un poquitín aquella mierda de pene microscópico, jadeo como el ruido del pedo de un viejo enfermo, es decir, una queja fugaz y náuseabunda; se subió la bragueta y entró en la sala con los dos jóvenes en plena ebullición hormonal. Dejen de hacer eso, por favor. Dijo satisfecho por su intromisión deleznable el patético mayordomo, aguafiestas e hijo puta mayor donde los hubiera. Sal de aquí ahora mismo o te mato. Le dijo Sebastián, que después de que le hubieran chafado a la buenorra de la señorita Estardas, no estaba dispueto a que le tocasen las narices dos veces, y que para más inri iba a eyacular cómo un auténtico semental.

El mayordomo, que si algo bueno tenía era su prudencia, llevó a serio lo dicho por el joven, y ahuecó el ala en cuestión de segundos.

Todo esto al señor Estardas le parecía muy gracioso, él estaba asistiendo, cómodamente, sentado en un sofa de su habitación, a las proezas de la cocinera Guillermina.

Esa noche la cocinera les serviría para cenar, una crema de espárragos, acompañada por unas coles de Bruselas a la Antofajoneskaya, sorvete de limón, de puente para recibir un solomillo con salsa de avellanas, y lubina al horno, de segundo. De postre, cómo estaba muy cansada pensó en darles a los Estardas, furtivamente, unos flanes comprados en el supermercado del pueblo, con nata, también del super.


 

X


 

La señora Estardas estaba en su cuarto. Miró a través de la ventana. El cielo, ahora que estaba cayendo la tarde, abandonaba su aspecto absorvente, de inminente precipio de caída sin fondo. A esa hora crepuscular, en verano, en la que los colores se citan, arrancando desde el suelo para ir subiendo hasta las faldas de las estrellas, la vida parecía concederle una tregua, por lo menos estética, a los pensamientos que arañaban su mente.

A la señora Estardas le quedaba la última pincelada artística del día; una sesión criminal que con excelente pulcritud llevaba a cabo Turgencio, el chófer, quién después del día de trabajo de los chicos, al devolverlos a la ciudad, los acabaría matando de un tiro en la frente preciso.

Encargate de que todo salga como siempre. Le dijo la señora Estardas al chófer. No se preocupe señora, sin huellas, sin pruebas, ¿acaso en los veinte años que estoy aquí ha habido algún problema?

¿Sabes que pasado mañana llegan dos chicas a la estación de tren? Preguntó la señora. Lo sé. Si eso es todo, con su permiso, me marcho, buenas noches, señora Estardas. Dijo el chófer, pausadamente. Buenas noches, retrucó la señora, sintiéndose más tranquila, más calmada, más artista un día más.

Los tres jóvenes habían recibido una suma envidiable de dinero, de manos del mayordomo, que los envidiaba a rabiar. Se comentaron entre ellos, con una sensación desconfiada, lo fácil que había sido ganar tanto dinero sin prácticamente haber hecho nada especial. Sebastián sacaba pecho ante la situación, dándose una importancia fuera de lo común, puesto que fue el quién encontró ese trabajo.

Del garaje salió el coche que los llevaría de vuelta al punto de partida, no a la ciudad, sino a la muerte, punto de partida de todo. Marcelo estaba cerrando la puerta del coche, Valentina llegó hasta el auto con el corazón en la boca, debido al cansancio de la carrera. Pare, le dijo Marcelo al chófer, que ya estaba haciendo rodar el automóvil negro como un cuervo. Turgencio paro. La chica, hablando en alta voz, para que Turgencio se enterara, le dijo a Marcelo que no quería que se marchara sin darle un beso. Se acercó al joven Marcelo y le dio dos besos a la vez que le dejaba una nota en la mano. Se despidieron todos de ella, Marcelo cerró la puerta, a los pocos minutos leyó lo que estaba escrito en la nota.

EL CHÓFER OS VA A MATAR.

Marcelo no le dio importancia a la nota. Una más de las bromitas y caprichos de la niña rica, pensó Marcelo, mal y por última vez.


 

FIN