quinta-feira, 27 de outubro de 2011

Litografía Verde


 


 


I


 


Las cosas no fueron mal del todo. Sebastián, Marcelo y Nacho trabajaron bien. Llegaron a casa de los Estardas a eso de las 8 de la mañana. Marcelo, estaba lleno de dudas. Pero el azar de los acontecimientos disipó cualquier amago de fracaso.

Cuando llegaron a casa de los Estardas, éstos no se encontraban en la casa todavía. Alfredo, el mayordomo, inventando a bote pronto una excusa ridícula, los puso a trabajar en la cocina. Guillermina, la cocinera, una joven de alto porte, hay que describirla cómo un pura sangre, desde su metro noventa y su aire estoico , grandes dientes blancos en una boca carnuda sin fin, caderas aerodinámicamente portentosas, piernas cien metros vallas, ojos redondos de luna verde, tetas demoledoras, les puso a trabajar inmediatamente. A Marcelo, que tenía aquella pinta de confusión perpetua agarrada a la cara, lo puso a pelar patatas. Sebastián le confió a la cocinera que no sabía ni freír un huevo, y Nacho dijo tres cuartos de lo mismo. Les señaló la pica, que estaba abarrotada de enormes sartenes, platos, cucharas de palo, copas de cristal.

La cocinera les advirtió que tuvieran cuidado con las copas de vidrio, eran de un cristal francés carísimo que la señora Estardas adoraba. Se pasaron toda la mañana limpiando minuciosamente las copas, el resto lo dejarían para Marcelo.

La cocinera estaba preparando un pudín de alcachofa con arándanos y salsa de fresas a la Moranta, de primero. Para el segundo plato, indicado por el imprevisible señor Estardas, que por cierto, en cuestiones culinarias tenía una falta de tacto descomunal, pollo campestre con coca-cola, trufas de Aussex, patatas asadas flambeadas con coñac de Breaule, y un poco de verde, agrião, una planta picante mozambiqueña utilizada para ensalada. De postre, la cocinera les serviría una ensalada de frutas, con helado de frambuesa, muy adecuado para la estación veraniega.

A media mañana, el mayordomo, un hombre con cabeza de águila y rellenito cómo el cuerpo de un búho, se pasó por la cocina, cuchicheó alzándose de puntillas (igual que un roedor), en la oreja de la cocinera, y después habló con Marcelo. Mientras tanto, Sebastián y Nacho condimentaban unos pollos grandes cómo pavos. Marcelo se giró hacia ellos un instante, antes de atravesar la puerta de la cocina que daba a un amplio corredor. Al frente iba el mayordomo.

Llegaron a la segunda planta, de las cuatro que tenía el caserón de campo. El mayordomo introdujo a Marcelo en una habitación. Le explicó su siguiente tarea, que consistía en ver unas películas que allí se encontraban. Marcelo puso la primera cinta: un joven desnudo caminaba por una playa desierta. Atardecía, los colores eran hermosos, el joven también. La siguientes imágenes (todo sin música), eran las de un cementerio; un cementerio sórdido, inigualable en su decadencia, pensó Marcelo, ya que se veía a un personaje representando a la muerte, con un traje de monje, negro, y una guadaña; andando por una estrecha calle de nichos, en los cuales no había fotos de los muertos; si no pantallas de plasma, con grabaciones recogidas de los supuestos fallecidos, mostrándolos en diferentes facetas triviales de sus vidas; desde charlar amigablemente con los amigos en un bar, pasear en bicicleta. Hasta la aburrida espera en una consulta médica, o en la cola de la carnicería de un supermercado. En la pantalla de un nicho, una niña, vestida con un pijama, en lo que parecía ser un hospital, rogaba no morir, con los ojos llenos de lágrimas. Las imágenes siguientes eran las de un ataúd blanco chiquitito siendo introducido en aquel mismo nicho.

Marcelo tragó saliva, del cementerio la filmación se fue a un circo. En él, un payaso gordo y sin gracia, contaba un chiste malísimo. La gente (el circo estaba lleno) le tiraba piedras, mientras que otros payasos, con las caras pintadas de negro, los labios y las cuencas de los ojos de rojo, feroces cómo perros rabiosos, situados entre el público de las gradas, increpaban a la gente para que tirasen con más ahínco las piedras. Poco después, el payaso con exceso de peso, yacía en el suelo igual que una naranja desgajada. Los payasos diabólicos descendían; bailaban una danza patética rascándose el culo groseramente alrededor del payaso, le hacían carantoñas, la gente reía, y acababan llevándose al infortunado, arrastrado por los zapatones . El reguero de sangre dejado por el desgraciado, era absorvido con deleite por las impresionantes relamidas de una tigresa. En ese momento, varios empleados del circo, todos enanos con pelucas azules de mujer , situados a los pies de las gradas, levantaban unos carteles con la leyenda "Aplausos" , y la gente aplaudía sin ganas. La primera cinta acababa.


 

II


 

Los señores Estardas llegaron al caseron, como siempre, puntuales. El mayordomo los recibió y los puso al corriente de todo. Volvían de una larga estancia en la ciudad. La señora Estardas quiso saber con más detalle como era el personal. Los chicos parecen ser inmejorables, señora Estardas. Uno de ellos está en el cuarto de invitados viendo las películas que la señora ordenó. Los otros dos, están ayudando en la cocina. No tenía órdenes explícitas sobre ellos (continuó el mayordomo), y pensé que a la cocinera no le vendría mal una ayuda.

La señora asintió con la cabeza, empezó a subir los peldaños de madera noble de la gran escalera. Se paró un momento para mandarle al mayordomo que preparase su baño. Reinició de nuevo sus pasos y se volvió a parar, esta vez, girándose para encarar al mayordomo y preguntarle si sus hijos, Valentina y Eliseo, habían llegado. El mayordomo respondió afirmativamente. La señora Estardas desapareció elegantemente escaleras arriba. El mayordomo frunció las cejas en señal de preocupación. Tenía mucho trabajo por delante. El día no había hecho más que empezar.


 

III


 

Valentina entró en la cocina, de la nevera sacó pan de molde, jamón york y una barra de mantequilla. La cocinera quiso impedir que la joven se hiciese un sandwich. Valentina le dijo que no se preocupase, que siguiese a lo suyo. La cocinera se sintió ofendida por no poder ayudar, y soltó una especie de relincho, que quedó amortiguado con el crepitar de las patatas que colocó en la freidera con aceite hirviendo.

Sebastián y Nacho escucharon algo, pero no sabiendo determinar el qué, hablaron en voz baja y emocionadamente de la belleza de la joven. Cómo Marcelo seguía desaparecido, estaban terminando de limpiar las últimas sartenes. Valentina salió de la cocina con el sandwich en la mano, los chicos la miraron, ella a ellos también. Son muy guapos pensó la hija de los señores Estardas. Si hay una cosa que a mi madre no le falta, es buen gusto.

De la dantesca boca de la cocinera, salió el siguiente mandato. Los tres jóvenes tenían que servir la comida de la familia Estardas. Sebastián y Nacho intentaron explicarle a la cocinera que ellos no estaban allí para eso, que su trabajo era otro..,Qué, qué, hablad con el mayordomo que es quién os paga, dijo la cocinera, a mi me han dicho que estáis a mi disposición. Por lo tanto, dejaos de rollos e ir a ver a Betty, en realidad se llama Beatriz, no sé que gracioso le dijo que se parecía a una actriz de Hollywood, que ni del nombre me acuerdo, ni un bledo me importa. Ella se encarga de la limpieza. Id a buscarla, andará por una de esas tropecientas mil habitaciones. Os proporcionará la vestimenta para servir la comida. En el caso, no lo creo, que la star de la Betty no tenga ni idea del vestuario, buscad al chófer, él es el más antiguo funcionario de la casa. Lo sabe todo. El problema es encontrarlo parado en algún lugar. Cómo es el conductor, y la persona de mas confianza de la familia, y evidentemente no paga un céntimo de gasolina, no para quieto un segundo. Si los señores lo necesitan, lo llaman por móvil y al poco aparece. Son las garantías que ofrece, dijo la cocinera con una puntita de odio marcada en los ojos, el llevar más de 20 años chupándole el culo a una familia entera.

El mayordomo entró en la habitación de invitados al poco de que Marcelo hubiera acabado de ver la primera cinta de video de las tres que había. Oiga, le dijo Marcelo al mayordomo pajarraco, la cinta es caquética. El mayordomo sonrió con ese tipo de sonrisas, que más que nada, anuncian una dentellada lobuna; aunque se quedan en el amago, y se resuelven con unas collejas en el cogote, disimuladamente cariñosas, al sujeto lenguaraz, en este caso nuestro querido joven e ingenuo Marcelo.

No sé que has visto chico, dijo el mayordomo, pero trata de ver todo en la vida como una misma cosa: todo conspira positivamente, con sus virtudes e imperfecciones, para el fluir majestuoso de la vida. En verdad, Marcelo no entendió una mierda. El mayordomo le comentó que él, junto con sus dos amigos servirían el almuerzo de los señores. Que buscase a Betty para lo del traje de camarero. ¿Cómo es la mujer? Preguntó Marcelo. Se parece a Bett Davis, lo que más chiquitita. ¿Y quién es Bett Davis? Déjalo chaval, respondió el mayordomo.

Aurora, la señora Estardas, estaba disfrutando de su baño de agua templada en el yacusi. La vista era estupenda. Desde la ventana se veía el campo de golf, y al fondo, el bosque formaba leves colinas preñadas de robles. El cielo, completamente azul, le daba a la señora Estardas una sensación de inmediata volatilidad, de muerte, de vacío, gracias a varias grandes nubes, que se deshacían fulgurantemente. ¿Cuántas cosas, historias, gentes, nubes cómo esas, ha devorado ya, ese cielo insaciable? Se preguntó la señora Estardas, estirando el brazo y pulsando con su fino dedo índice el play de la televisión interna de la casa. En la pantalla del cuarto de baño, se veía a un joven sentado en una poltrona viendo la tele. La señora podía ver perfectamente el rostro del joven, y las imágenes que él veía.

La señora Estardas se sirvió más champán, bebió pausadamente mientras saboreaba los gestos contrariados del joven. Dejó la copa, se llevó dos dedos a la boca y luego al clítoris, se lo frotó suavemente, en círculos.

Gimió un poco cómo una perrilla joven, inexperiente. Al joven lo encontraba sensual y sobre todo desarmado, cómo un niño de cuatro años, que por unos minutos se queda sin su mamá que lo lleva cogido de la mano. Valentina golpeó la puerta del baño. Adelante. La única persona que tenía autorización a entrometerse en el momento de su baño, era su hija. Nunca jamás harían eso su hijo, y mucho menos, Manuel Estardas, su segundo marido, padre de Eliseo, pero no de Valentina, hija del primer matrimonio de la señora.

IV


 

Sebastián y Nacho encontraron a la tal Betty en la tercera planta, en una habitación estaba quitándole el polvo a unos candelabros. Tenía abierto el escote de su uniforme, de tal manera, que las tetas estaban casi que diciéndole adios a la propietaria, para vete tu a saber, irse a dónde. Se presentaron sus tetas antes que ella. Betty se abotonó el traje. Les pidió que la siguieran. La sala con los uniformes se hallaba en la planta baja. En la segunda planta se toparon con Marcelo.

Betty les ayudó en la elección de las ropas que debían usar para servir la comida. Se despidió. Betty era pequeña pero matona.

La señora Estardas, respetando todas las gilipolleces de su marido, esta no podía ser menos, la de ser puntual. Apareció en la terraza, donde comerían a las 2, a la dos menos dos minutos. Su marido ya estaba allí, con un dry martini en la mano y su puro en la otra. A la señora Estardas le daría un placer inmenso meterle a su marido aquel maldito puro por el culo. A la señora Estardas le gustaría…

No se les ocurra hacer ningún desastre, le dijo la cocinera a los jóvenes. Se sirve por la derecha de la persona, no olviden eso, es muy importante.

Los jóvenes estaban elegantísimos con aquellos trajes negros, camisa y pajarita blanca; más bien parecían unos candidatos al Oscar, que no unos camareros. Sutilezas de la señora Estardas. Marcelo fue el primero en llegar a la mesa con la bandeja del pudín. La dejó donde le dijeron, en el extremo opuesto donde se sentaba el señor Estardas. Sebastián cortaba el pudín, mientras que Marcelo y Nacho servían, siempre por la derecha, cómo les había indicado hasta la extenuación la cocinera caballo.

El pudín estaba exquisito, según sugirió la señora Estardas, colocando sus ojos en el culo de Nacho, cómo se enciende uno un cigarro, se quita uno un pelo de la lengua, o de la sopa, que es asquerosísimo, de una manera completamente natural.

Después vino el pollo americanizado del señor Estardas. Sólo le faltó venir volando, con esa sobredosis de (coca)-cola, nadie se hubiese extrañado de que a los pollos les hubiese dado un subidón de adrenalina, y hubiesen resucitado de su paso por el horno. A los machos Estardas, el pollo cocalómano les encantó, bebiéndose un par de botellas de buen Rioja, que en eso no eran estúpidos. Las mujeres, más concienzadas, por eso de la salud, de la vanidad, en definitiva, bebieron agua con gas. Antes de que los jóvenes, improvisados camareros dejasen los segundos platos, ellas, muy educadamente se recusaron. Los platos volaron de nuevo para la cocina en manos de Sebastián y de Marcelo. La cocinera, al principio, se sintió ofendida por el rechazo. De unas alarmantes dentelladas acabó con el pollo entero que estaba dividido en los dos platos. Así mató su rabia.

No ha dejado ni los huesos, le dijo Marcelo a Sebastián, tan contrariado cómo cuando estuvo, hacía nada, viendo aquellos siniestros videos con historias espeluznantes. No me extraña, en la boca tiene una picadora de carne. Le respondió Sebastián a Marcelo. Los dos siguieron a lo suyo.


 

V


 

Al terminar la comida el señor Estardas se fue a tomar una siesta. Esta costumbre española le parecía increíble. De hecho, más bien le parecía una sabia costumbre, pues si comer bien, era estupendo, cagar bien, era una delicia. ¿Qué se podía igualar a una buena cagada? Nada. Pero antes había que preparar el terreno. ¿Cómo? Haciendo una buena digestión, y, para ello, nada mejor que una buena siesta. Aunque el fin, y el placer de la siesta estaba en sí mismo, una de las agradables variantes de ésta, era una eficaz digestión y la consiguiente cagada (Tal vez la siesta no era más que el medio). El señor Estardas pensaba que las mujeres eran menos sensibles a esos placeres, pero andaba muy engañado. A todo ser vivo le encanta cagar, es algo que está inserto en nuestras fibras, cómo enclavado está nuestro planeta al sistema solar.

Valentina habló con su madre. Estaban de acuerdo, podían hacer la sesión de fotos con aquel moreno y el otro alto. La luz a esa hora tenía ese brillo un tanto desgastado de cuando avanza la tarde.

El mayordomo llamó a Marcelo (el moreno) y a Sebastián. Ahora váis a tener una sesión de fotos. Tomaros muy en serio el trabajo, a la señora Estardas no le gusta que se bromee con el arte. Si tengo alguna queja, os váis de aquí sin un puto duro. ¿Está claro? Clarísimo, dijo Sebastián, en ese momento le hubiese extraído las pelotas al mayordomo cómo el tapón de una botella de vino. El mayordomo los acompañó hasta una sala de estudio, donde al fondo la señora Estardas hablaba entretenidamente con Valentina. Había grandes focos por todas partes, cámaras de video, fotográficas.

Jóvenes, se dirigió la señora Estardas a Sebastián y a Marcelo, vamos a haceros unas fotos, sólo os pido serenidad. No intentéis poner más cara que la vuestra, sin trucos ni alardes, por favor. Los jóvenes asintieron. Valentina se los comía con los ojos, Aurora, la madre, con el alma.

Las primeras fotos que se hicieron, las tomaron al aire libre, fuera, en el bosque de robles privado. Ellos iban vestidos de pastores. Unos pastores un tanto prehistóricos, usaban unas pieles de borrego para taparse el pecho y las vergüenzas. La señora Estardas les hacía posar con posturas evangélicas, cómo sucede en los grandes retratos de ángeles y vírgenes de los pintores clásicos: Sebastián de rodillas agarrado a su cayado, con la cabeza apuntando hacia el cielo, junto a él, de pie, Marcelo, posando una mano sobre el hombro del otro. Estuvieron más de una hora haciendo fotos, después pasaron al estudio.

¿Ahora vamos a hacer unos desnudos, habíais hecho desnudos antes? Preguntó la señora Estardas. Los dos mintieron diciéndo que sí. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por la buena gallina que se iban a llevar.

Se desnudaron y se pusieron un albornoz blanco cada uno. La señora Estardas empezó con Marcelo, que al poco de estar en pelotas delante de aquellas dos bellas mujeres, tumbado en un divan cómo una puta fina, involuntariamente, se le puso el pene más duro que una pértiga. Se llevó rápidamente las manos a la polla, que era intratable y revoloteaba cómo si fuera una cascabel. Valentina sentía que se le humedecía el chochito a una velocidad de vértigo. Sebastián tenía su manaza tapando su boca y nariz. Estaba a punto de soltar la carcajada, pero se acordó de lo que les había dicho el mayordomo y contuvo la risa. Tranquilo, chico, le dijo la señora Estardas a Marcelo, eso pasa, es lo más normal del mundo. Sebastián le tiró de lejos el albornoz. Marcelo estaba avergonzado. Tranquilo tío, piensa en la pasta, le dijo su compañero.

Ahora era Sebastián el que estaba desnudo delante de la señora Estardas. El decorado, absurdo por otra parte, era una farola en medio de un desierto nevado. Le habían colocado unas gafas de sky, un gorrito de esos de lana de invierno, a lo Manu Chao, y unos skies. La mujer artista empezó a tirarle fotos, mientras le indicaba cambios de posición y le corregía los gestos. A Sebastián no le pasó lo que a Marcelo, porque las ideas que se pasaban por su cabeza estaban danzando entre la risa, el ridículo que estaba haciendo, según él, y sobre todo la pasta, que hablaba más alto que nada.


 

VI


 

La cocinera, bajo mandato secreto del mayordomo, enganchó a Nacho con los dientes por los pelos del pecho. Al joven lo mandó a la cocina el mayordomo, quién cumplía órdenes de la señora Estardas.

Nacho, después de gritar como un poseso y casi quedarse por completo sin aquella pelambrera espantosa que le cubría los pectorales, ahora en la boca vagón de la cocinera, le estaba amasando las tetazas. De un relincho, la cocinera escupió los asquerosos pelos, y con la misma babosa y práctica boca le arrancó los vaqueros de una dentellada. Esto excitó más aún, si cabía, la extravagante y calenturienta mente de Nacho, que le pidió a la cocinera cantando que no lo dejara eunuco para el resto de sus días; aunque le imploró que por nada del mundo sacase aquella trotona boca de su apéndice pélvico.

Sentía como si le estuviesen lijando el manubrio, en vez de chupárselo. Eso lo puso cómo una cabra de nuevo, lo endiabló de tal manera que sacó su polla recién lijada de la boca carpintera de la yegua, y empezó a darle una serie de bofetones en la cara, que para cuando hubo acabado, ella estaba más quieta que un gato de porcelana; entonces la tiró al suelo de un puñetazo en la jeta y, culo en pompa, la montó por detrás a placer. Varios relinchos de satisfacción se dejaron oír por todo el caserón.

Otra cámara oculta estaba grabándolo todo. La cocinera insistía en que Nacho le metiese un pepino de los más gordos por el culo. Nacho sacó de la nevera un pepino tan grande cómo un obús y se lo enroscó fácilmente por allí por donde se caga y había pedido la cocinera. A Nacho le entró la risa, por la facilidad con la que el ojete de la cocinera fagocitaba semejante pedazo. El pepino simplemente desapareció por aquel agujero sin fin, igual que lo hace un pelo púbico por el ralo de la ducha. Nacho estaba asombrado y pensó que la vida era maravillosa, fantástica, original. Llevado por el entusiasmo le preguntó a la cocinera si quería que le trajese alguna otra cosa deliciosa. Sigue follándome, niñato, cuando quiera algo ya te lo pido, masculló la cocinera.

Mientras tanto, el mayordomo, que era un ser completamente enfermo y depravado, los estaba espiando. Los ojos se le salían de las órbitas, se llevó la mano a la bragueta, se frotó su pene de bebe, y de él, enseguida, le salió una especie de baba abyecta y amarillenta, pequeña, contada, igual que su racanería. Miró a ambos lados, cómo había hecho antes de abrirse la cremallera del pantalón, y operó de manera inversa. Su cara de psicópata se deslució un poco, luego recobró de nuevo su brillo. Serio cómo siempre se dirigió en busca de la señora Estardas que estaba en el estudio.

Eliseo puso el canal interno de la televisión. Accionando una tras otra vez el botón, iba pasando de una sala a otra. Se paró en el estudio de fotografía de su madre. Vio a aquel chico negro tumbado en un diván. Cuando el tipo se puso a mil, aquella polla hostil, la madre sacando quince, veinte fotos por segundo, Eliseo no pudo dejar de pensar que su madre tenía tanto de artista cómo de guarrona. ¿Qué haría con ellos en las salas privadas? Era algo que se preguntaba Eliseo a modo filosófico, al igual que se hace con el tiempo, el espacio, el origen del Universo, del hombre, los alienígenas, todas esas chorradas que Eliseo consideraba como tales, y que para él, joven pragmático cómo su padre, no pasaban de un pasatiempos para gentes con la tripa bien forrada como él.

Por lo tanto, se infiere que para los varones Estardas, las sesiones fotográficas y otras vertientes artísticas de Aurora Estardas, no pasaban de simples niñerías a las cuales la señora Estardas pretendía sellarlas con el cuño de oro del arte con letras mayúsculas.


 

VII


 

El señor Estardas se levantó de su siesta, ese día la alargó más de lo normal. Se metió en la ducha con aquel cuerpo largo y gordo igual que el de una longaniza o una butifarra catalana. Cómo era de rigor, el mayordomo tocó a la puerta de su habitación, eran las seis de la tarde. El señor Estardas, que tenía una compañía de trenes, sufría de una manía completamente gilipollas (cómo todas las manías), la de la puntualidad. Si marcaba un encuentro con alguien, ya fuera de trabajo o no, y la persona en cuestión se retrasaba un segundo; se desentendía de la historia, no sin antes pillarse un cabreo de aúpa.

Cómo están yendo las cosas, le preguntó el señor Estardas al mayordomo. Su mujer está fotografiando a dos de los chicos en el estudio fotográfico. Les está sacando fotos en cueros. Bajo órdenes de su señora mandé al otro chico a la cocina. Ya sabe usted señor Estardas, como se las gasta la cocinera, dijo el mayordomo, que parecía un sargento desembuchando ante su capitán.

Mi mujer, como siempre, encubriendo bajo todo ese arte suyo, lo putona que es. Por lo menos le agradezco que lo enmascare con todo ese rollo artístico. Hoy día ya no son visibles las fronteras entre el arte, el porno, la pederastia… Aurora se mueve entre esas fronteras borrosas cómo una serpiente por el fango, sigilosamente. Pero si la pillo con un hijo de puta en la cama, no la va a salvar ni el arte, mediante el cual, creo que me la está dando con queso. Reflexionó para sus adentros el señor Estardas delante del mayordomo, que permanecía en silencio aguardando una orden.

Siga bien atento a todos los movimientos de la casa, en especial los de mi mujer, por cierto, donde está Turgencio (era el chófer), desde que llegamos que no le veo. Creo que está en el pueblo, señor Estardas, dijo el mayordomo. Ya sabe, con el nunca se sabe. Quiere que le llame, señor. No, no importa, gracias, respondió Manuel Estardas.

La señora Estardas y su hija Valentina terminaron la sesión de fotos. Los dos chicos estaban allí de pie, con aquellos ridículos albornoces blancos esperando noticias nuevas. Aurora Estardas dejó el estudio. Quedaron los tres, Valentina, Sebastián y Marcelo. Valentina se había quedado encandilada con los cuerpos de los jóvenes, y sobre todo con la poderosa polla de Marcelo. Les propuso que follasen los tres. A Sebastián se le abrió una amplia sonrisa que le llegó hasta la nuca. Marcelo parecía intimidado. Es una orden, Marcelo, le dijo Valentina. Quiero decir (prosiguió), si quieres ganar toda esa jugosa cantidad de dinero, tendrás que aceptar el convite.

Marcelo tenía novia, la amaba. Hacerse fotos desnudo pasaba, pero ahora esto, parecía sobrepasarle. Encontraba indignante engañar a su novia. Por otro lado, era mucho dinero el que le pagarían por un solo día. Mas dinero que el que ganaría trabajando más de un año en la tienda de informática donde trabajaba cómo técnico.

Sebastián, que era quién había conseguido el trabajo para los tres, y tenía la moral de una rata, le animó. Le dijo que era mucho dinero, que tranquilo, que lo pasarían bien, que no iban a matar a nadie, que era sólo sexo, que era mucho dinero, le insistió de nuevo, que… Esta bien, dijo Marcelo. Los ojos de Valentina brillaron, una sacudida eléctrica recorrió todo su cuerpo al recordar el manubrio terrible de aquel Marcelo.


 

VIII


 

Nos vemos después de que os duchéis, en mi cuarto, de aquí a una media hora, está en la segunda planta, en el ala derecha, no tiene pérdida, es al final del pasillo. Dijo Valentina mientras caminaba pausadamente hacia la puerta de salida del estudio fotográfico. Sebastían siguió con la mirada todo aquel volumen de curvas envolventes, piernas robustas, cuello largo y fino, una diosa ninfomaníaca bellísima y con pinta de fulminar un equipo de fútbol en un santiamén, a base de caderazos.

El mayordomo, siguiendo órdenes de su jefe de controlar a todo el mundo, había escuchado la conversación de la hija con los jóvenes funcionarios. Es todavía más puta que la madre, pensó el tarado mental del mayordomo. Quiero ver la cara que pone el señor Estardas cuando se entere de esto.

Sin tiempo que perder, llevado por la emoción que mueve a los perdedores de este mundo, que sólo encuentran satisfacción en los tropiezos de los demás, puesto que ellos son unos auténticos cobardes, incapaces de conquistar, a base de lucha, su espacio, el mayordomo tocaba y entraba en la habitación del señor Estardas:

Se trata de su hija. Que pasa con ella, respondió Manuel Estardas. Dentro de poco se va a reunir con dos de los camareros contratados por su señora, el negro y el más alto, perdone señor… Se va a reunir… Para… Hable, coño, hable de una vez… Dijo cabreado el señor Estardas ante tanto misterio. El caso, dijo el mayordomo poniendo su mejor cara, es que los ha citado para hacer un trio. Eso es todo Alfredo, inquirió el señor Estardas. Sí, señor. Muy bien, ahora déjeme solo. El mayordomo giró sobre sí mismo, igual a una peonza y desapareció tras la puerta.

Valentina no era hija de Manuel Estardas, éste la tenía en muy buena consideración. Era una chica prudente, inteligente, guapa, hábil para los negocios de su empresa. El hecho de que fuese ninfómana a Manuel Estardas le importaba bien poco, por no decir que no le importaba nada en absoluto. Con quién andaba preocupado el señor Estardas era con su mujer, que se podían dar las mismas condiciones a la inversa que con su hijastra, y todo estaría perfecto. Su mujer podría ser una oligofrénica, grosera, estúpida, oler mal, pero ser fiel, y todo estaría bien. El señor Estardas, era un hombre, y como todo hombre, lo único que no toleraría sería que otro cabrón se cepillase a su mujer. Eso, y una patada en los cojones, son las dos cosas que más le duelen a un hombre.

Hizo, pues, caso omiso a las confidencias del mayordomo y no pensó más en ello. Miró su reloj pulsera, eran las 16:43, pensó en su hijastra Valentina, si era puntual como siempre, el banquete ya habría empezado.


 

IX


 

Valentina besó a Sebastián, Marcelo estaba sentado en la cama con cara de pocos amigos, parecía que tenía dolor de barriga, o que estaba en el entierro de un pariente bien próximo. La chica seguía jugando con Sebastián, que se agarraba a sus nalgas ardientemente. Pero en realidad el caramelo que la niña juguetona quería, estaba con cara de culo sentado en la cama. Ella fue llevando a Sebastián hasta la cama. Ambos cayeron junto a Marcelo, ella estiró un brazo y puso su mano sobre el paquete de Marcelo.

Ella se lanzó sobre las piernas de Marcelo, Sebastián por detrás le arrancó el sujetador a Valentina, las tetas de la joven, de pezones enormes y puntiagudos, morenos, se dejaban entrever entre el roto sujetador y la blusa blanca que llevaba desabotonada. A Marcelo se le fue de la cabeza la novia, que era cómo si estuviese allí, con cara de tortuga griposa, viéndolo todo, y la cosa empezó a ponérsele dura. Valentina le cogió una mano a Marcelo y la llevó a su teta izquierda, diciéndole, mira guapo, el corazón me late cómo un pajarillo atormentado gracias a ti, baby. Marcelo sintió el calor y la densidad de aquella teta maravillosa, el latido vivaldiano de su corazón. Sebastián, por detrás, le metía la mano por la entrepierna a Valentina. Cómo Marcelo era celoso hasta de lo que no era suyo, le dijo a la chica que ellos dos o nada. Valentina no tuvo ninguna duda y expulsó cariñosamente a Sebastián, que dejó la habitación a regañadientes y blasfemando. El mayordomo, que estaba espiando, se metió rápidamente en una habitación contigua. Cuando el larguirucho desapareció por el pasillo, el psicópata mayordomo siguió espiando, descaradamente, con la oreja empotrada en la puerta.

Una vez que se quedaron los dos solos, Valentina, con un hambre voraz, empezó a besarle la boca, esas bocas que tienen los negros, que da para chuparlas durante un día entero. Siguió descendiendo por su cuerpo, lentamente, él la agarraba de las tetas tan duras y a la vez tan blandas y esponjosas. Entonces Marcelo, cuando ella andaba chupándole el ombligo, la agarró por el pelo de la nuca con la mano izquierda, y con la otra, ayudándose de un saltito con el culo, se quitó los pantalones, allí estaba aquella cosa larga, negra, gorda, semidura, que a Valentina la excitó sobremanera.

Prácticamente se comió la polla de Marcelo, que vivía unos momentos apoteósicos jamás soñados; que giraba la cabeza cómo azotado por unos vientos invisibles y poderosísimos, acompañando los movimientos con la lengua, y con un lenguaje irreconocible, más bien un gangoseo; dos hilillos de sudor le abrillantaban la frente por las sienes. Sentía que se iba a correr cómo nunca antes se había corrido en su vida. Valentina seguía chupándosela cómo una posesa, la desligó de su polla, con mucho esfuerzo, como se hace con esos bebes que maman como diablos de los pezones enormes de sus madres, y que tan difícil es hacerlo hasta que no se han pegado el atracón padre. Valentina no lloró al ser desengancada del dulce néctar cómo un bebe, pero le faltó poco, hizo unos pucheros, que se desvanecieron en seguida, cuando Marcelo le quitó los vaqueros, le hizo a un ladito las bragas, y de pie, en volandas, la alzó sujetándola por el culo y le metió aquella cosa sin alma, ciega y pesada cómo el plomo, en el ardiente chochito. Dos sacudidas, ella emocionada, lloraba de placer. Tres, seis, quince, veintitrés sacudidas gloriosas, mojadas. Me voy a correr, le dijo a la chica extasiado Marcelo. Cielos, atinó a decir Valentina. Cielos, córrete campeón.

En este lapso de tiempo en el polvazo de la joven Valentina y Marcelo, el mayordomo se había hecho tres viles pajas y pensado en las quinientas que se iba a hacer recordando los susurros, gritos e impresionantes jadeos de la señorita Estardas. No le contaría nada al jefe, pues, visto lo visto, para que perder el tiempo. Estaba claro que al señor Estardas le importaba un huevo y parte del otro la señorita Valentina. Sin nada mejor que hacer, y con un poco de hambre, se dirigió a la cocina.

Abrió la puerta de la cocina y no podía creer lo que estaba viendo. Es decir, si que podía creer lo que estaba viendo porque lo estaba viendo. El hecho era que lo que estaba sucediendo, no había pasado por su conocimiento. Cualquier cosa que concerniese a los empleados le concernia a él. De manera que no había movimiento que éstos hiciesen, sin él saberlo. Las órdenes las daban los señores y el era el encargado de que todo se cumpliera a rajatabla. El larguirucho (Sebastián) estaba follando con Guillermina la cocinera. Por los gritos, en principio pensó que se estaban peleando, luego se cercioró de que no.

Les iba a meter un puro a ambos del carajo. Pero en ese momento no quiso intervenir, se bajó la cremallera y los espió atentamente, no sin antes percatarse de que por el corredor no venía nadie. Se frotó un poquitín aquella mierda de pene microscópico, jadeo como el ruido del pedo de un viejo enfermo, es decir, una queja fugaz y náuseabunda; se subió la bragueta y entró en la sala con los dos jóvenes en plena ebullición hormonal. Dejen de hacer eso, por favor. Dijo satisfecho por su intromisión deleznable el patético mayordomo, aguafiestas e hijo puta mayor donde los hubiera. Sal de aquí ahora mismo o te mato. Le dijo Sebastián, que después de que le hubieran chafado a la buenorra de la señorita Estardas, no estaba dispueto a que le tocasen las narices dos veces, y que para más inri iba a eyacular cómo un auténtico semental.

El mayordomo, que si algo bueno tenía era su prudencia, llevó a serio lo dicho por el joven, y ahuecó el ala en cuestión de segundos.

Todo esto al señor Estardas le parecía muy gracioso, él estaba asistiendo, cómodamente, sentado en un sofa de su habitación, a las proezas de la cocinera Guillermina.

Esa noche la cocinera les serviría para cenar, una crema de espárragos, acompañada por unas coles de Bruselas a la Antofajoneskaya, sorvete de limón, de puente para recibir un solomillo con salsa de avellanas, y lubina al horno, de segundo. De postre, cómo estaba muy cansada pensó en darles a los Estardas, furtivamente, unos flanes comprados en el supermercado del pueblo, con nata, también del super.


 

X


 

La señora Estardas estaba en su cuarto. Miró a través de la ventana. El cielo, ahora que estaba cayendo la tarde, abandonaba su aspecto absorvente, de inminente precipio de caída sin fondo. A esa hora crepuscular, en verano, en la que los colores se citan, arrancando desde el suelo para ir subiendo hasta las faldas de las estrellas, la vida parecía concederle una tregua, por lo menos estética, a los pensamientos que arañaban su mente.

A la señora Estardas le quedaba la última pincelada artística del día; una sesión criminal que con excelente pulcritud llevaba a cabo Turgencio, el chófer, quién después del día de trabajo de los chicos, al devolverlos a la ciudad, los acabaría matando de un tiro en la frente preciso.

Encargate de que todo salga como siempre. Le dijo la señora Estardas al chófer. No se preocupe señora, sin huellas, sin pruebas, ¿acaso en los veinte años que estoy aquí ha habido algún problema?

¿Sabes que pasado mañana llegan dos chicas a la estación de tren? Preguntó la señora. Lo sé. Si eso es todo, con su permiso, me marcho, buenas noches, señora Estardas. Dijo el chófer, pausadamente. Buenas noches, retrucó la señora, sintiéndose más tranquila, más calmada, más artista un día más.

Los tres jóvenes habían recibido una suma envidiable de dinero, de manos del mayordomo, que los envidiaba a rabiar. Se comentaron entre ellos, con una sensación desconfiada, lo fácil que había sido ganar tanto dinero sin prácticamente haber hecho nada especial. Sebastián sacaba pecho ante la situación, dándose una importancia fuera de lo común, puesto que fue el quién encontró ese trabajo.

Del garaje salió el coche que los llevaría de vuelta al punto de partida, no a la ciudad, sino a la muerte, punto de partida de todo. Marcelo estaba cerrando la puerta del coche, Valentina llegó hasta el auto con el corazón en la boca, debido al cansancio de la carrera. Pare, le dijo Marcelo al chófer, que ya estaba haciendo rodar el automóvil negro como un cuervo. Turgencio paro. La chica, hablando en alta voz, para que Turgencio se enterara, le dijo a Marcelo que no quería que se marchara sin darle un beso. Se acercó al joven Marcelo y le dio dos besos a la vez que le dejaba una nota en la mano. Se despidieron todos de ella, Marcelo cerró la puerta, a los pocos minutos leyó lo que estaba escrito en la nota.

EL CHÓFER OS VA A MATAR.

Marcelo no le dio importancia a la nota. Una más de las bromitas y caprichos de la niña rica, pensó Marcelo, mal y por última vez.


 

FIN


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

quarta-feira, 26 de outubro de 2011

Mejor El Silencio


 


 

1


 


 

Mientras el autobús recorría su ruta, recordó aquella cala a donde ya fue en barco, la forma más inmediata de llegar, pero existía un camino para llegar a ella que tal vez conocieran pocos, salvo animales compañeros del viento, cómo las gaviotas.

Se vio aprisionando el tiempo, acortando la distancia; luego otra vez andando desde el puerto hasta el extremo oeste donde se encontraba el faro, desde allí comenzó a subir la montaña. Una fina serpiente a lomos de la montaña era el camino, zigzagueaba hasta alcanzar la cumbre entre el paisaje que eran pinares y claros, plantas salvajes, y rocas calizas de origen volcánico que brotaban como setas de la tierra. Llegó a la cima. El viento allí arriba le golpeaba con fuerza el rostro, su cabello quedó completamente despeinado. Siempre iba solo a aquella cala, rara vez se hizo acompañar por alguien.

La vista era maravillosa desde la cumbre, no muy alta. Ya no se veía el puerto, que quedaba a la izquierda, tapado ahora por un escarpado acantilado, hábitat de las gaviotas, que chillaban como verduleras batiendo compulsivamente sus alas, lo mismo hacían sus polluelos en un alarde imitativo. Pensó que sus graznidos serían capaces de despertar a algunos bichos marinos que se encontraban a una profundidad razonable, no muy lejos de la zona, abajo, en aquel mar transparente a las faldas de las calas, que se azulaba al interior. Los barcos de los pescadores se dispersaban sin molestarse la pesca. Eran embarcaciones pequeñas, blancas, se movían lentamente salpicando su blancura en aquella panza azulona. Una barca una persona.

Más al fondo, en el horizonte lejano, veía cruzar lentamente los barcos que salían de la capital, Palma, rumbo a Alicante, Valencia, Barcelona. Barcos de pasajeros y barcos de mercancías.

Se arregló el cabello conforme empezó a descender, porque había subido una montaña y tenía que descender la siguiente de la cadena montañosa hasta llegar a la cala.


 


 

2


 


 

Conforme descendía sonriendo de felicidad, el cielo, de un azul fibroso atrapaba los haces de luz y los enrollaba a las ondas vibratorias de otros espectros, los de las flores, las hojas agujas de los pinos, los marrones troncos, los pájaros, fulgurantes diamantes de alegría que rebotaban entre las piedras, el agua de un arroyo, sus trinos supersónicos agazapados en las sombras que dejaba la luz, huecos de guitarra y sangre seca.

Todo el color del mundo, la paz, la comprensión, están aquí, en este camino, y la cala a dónde me dirijo.

Su cabeza era un enorme vórtice que engullía todo lo que sus cinco sentidos eran capaces de producir; asimilar sensualmente las chispas del mar, que brotaban como de un desierto de sal cristalino y reluciente: una sensación de sosiego impagable, una canción que late en el corazón amniótico del ser arropado maternal y caprichosamente: amor.

Así, sus ojos se deleitaban en la composición de los colores que se formaban en las calas, el agua transparente, fresca, trepando y debatiéndose contra las rocas y depositando finas láminas de sal, preparo suficiente para la posterior llegada del musgo, el liquen, los moluscos, los crustáceos.

Podía observar la naturaleza y descubrir que por más que uno quisiera correr, cada cosa tenía su tiempo. Que después de una cosa iba otra; y todo a su tiempo. Eso no se lo había enseñado nadie, lo aprendió de la observación de la naturaleza.

Siguió caminando por aquel camino estrecho. A la mitad, se dejaba de ver el mar. En ese tramo, el sendero atravesaba varias lomas completamente desnudas de árboles, salpicadas de arbustos, y plantas blancas y otras violetas, algunas amarillas y naranjas más cerca del camino. Se paró un momento y sacó de su mochila una botella de agua. Después de beber, se comió un pastelito de zanahoria, riquísimo. Bebió más agua, la guardó en la mochila y siguió caminando tranquilamente, mientras tanto, el sol había tenido tiempo de perfilarse hacia el horizonte.


 


 

3


 


 

Su mirada seguía fija en la cristalera del autobús mientras sus pasos pisaban la tierra rojiza del camino, ya casi llegando a la cala. Las terrazas de los bares pasaban ante sus ojos, que no registraban nada; brillaban ante el mar que se desnudaba ante él de nuevo, con luminosidad de sed saciada. Unas rebabas blancas se rizaban en la superficie del mar. El viento era un viejo pillín que azuzaba las materias más frágiles, achaparrando las copas de tres pinos, tres, que, horizontalmente enraizados, estaban en la vertical de un peñasco, en una de las caras de la cala.

La flexibilidad de los tres pinos parecía anormal, el autobús se detuvo bruscamente, no por eso él dejó de inmortalizar su mirada a través de la cristalera y seguir su paseo, vivificador y amoroso paseo, su paseo, hasta la cala de las calas, su cala. Se bajaron dos personas mayores y se subió una joven, que se sentó unos dos asientos delante de él, en el lado opuesto.

Llegando a la cala se quitó las botas de montaña, los calcetines, que fueron colocados en las botas. Sintió el extraordinario contacto de los cantos rodados de las piedras en sus pies, lamidas éstas por el mar por cientos, miles, millones de años hasta quedar reducidas a añicos, guijarros pulidos, que enseguida pudo, como siempre le gustaba hacer cuando llegaba a la cala, empezar a tirar al agua. Le gustaba contar los saltos que daban las piedras en el agua, para eso, había que tirarlas muy a ras de la superficie, era toda una pericia que la piedra botase y botase contra el agua antes de rendirse sin fuerzas y ser succionada por las aguas.

La tercera piedra que tiró dio quince botes, se echó a reír, una cantidad de botes que ni un brazo más fuerte y más técnico que el suyo sería capaz de conseguir, cuanto menos él.

La inercia le hizo alejar la mirada por varios segundos de la ventanilla, conocía perfectamente las terrazas de los bares por donde hacía la ruta el autobús, hasta los colores de las sillas de algunos locales, la pose de los turistas bebiendo sus cervezas con el pico cerrado, abriéndolo tan solo para chupar. Vio a su izquierda el perfil de una chica, volvió a la ventanilla, su mirada ando desde una punta a la otra de la cala. Las algas habían invadido la orilla, una muralla de algas el mar había arrastrado como si fuera un fortín, una defensa contra la piratería. Conocía perfectamente las historias sobre piratas, contrabando, en aquella cala y en toda la isla de Mallorca.

Después de acomodarse en unas rocas de un extremo de la cala, La Cala del Sol Poniente, se desnudó rápidamente, y a pesar de que era abril se metió en el agua que estaba helada. Sintió que la masa encefálica se le comprimía contra el cráneo. Salió del agua enseguida, poco a poco una sensación producida por el calor del sol lo fue destensando, el dolor de cabeza momentáneo por el frío desapareció. Se tumbó en una roca, cerró los ojos, quiso no pensar en nada. Poco después la cabeza se le vació: eran él y una sensación de planta adormidera estupenda producida por el sol y la brisa (el violento viento había parado), que lo mantenían en una temperatura ideal, deliciosa para embriagarse y dejarse llevar en la nada. Entre ellos dos se coló un pensamiento. Hacía grandes esfuerzos por despachar ese pensamiento que iba tomando forma. No quería que nada se interpusiera entre su cala y el mundo ordinario, restricto a la mediocridad y el mal gusto.

Pensó en bañarse de nuevo, aunque fuera doloroso, para no sucumbir a aquel pensamiento. No quería pensar en nada del "otro" mundo. Volvió a meterse en el agua; aunque sin embargo el pensamiento estaba prácticamente formando ya una idea, un escenario, un autobús y, no pudo escapar a él.

4


 


 

Estaba en un autobús sentado aburridamente mirando sin mirar por la ventanilla las terrazas de los bares, los turistas extranjeros, alemanes e ingleses, bebiendo silenciosamente como si bebiesen alguna pócima secreta. El autobús hizo su parada en Portals Nous, dos personas mayores se bajaron, otras pocas subieron. El autobús aceleró con un ronquido aspirado, sus puertas, como un acordeón, se plegaron haciendo un ruido hueco, de mudo chillando. Se percató del bello perfil femenino a su izquierda, recortando la luz apagada y cansada de la tarde.

Él estaba intentando sacar de su mente esa historia que ya había empezado, ahora se había girado, de nuevo, no sabía porque, hacia su izquierda. La chica tenía el cabello castaño y corto. Su rostro era noble, delicado. Vio que sus ojos eran color de avellana, grandes, la boca y la nariz una gracia, la barbilla también, pequeña y redonda con un pequeño hoyuelo. Su semblante desprendía seguridad y armonía, una suerte de paz que no es para muchos.

Quiso volver a la cala, pero se interponían la ventanilla del autobús, el movimiento, los extranjeros extáticos de narices rojas y barrigas panzonas que se sucedían como un metraje; todo de pasada, a la velocidad del autobús, o parados, en las paradas que tenía que obedecer el chófer del enorme vehículo.

Aferrarse a la cala, quedarse en su paraíso terrenal, obedecer al cariñoso trato solar que estaba recibiendo, la brisa refrescante. Nunca quiso salir de su cala, encuentro de encuentros, viaje de viajes. Pero, muy a pesar suyo, nuevamente se volvió a girar para ver mejor a la chica.

La idea de que la chica se bajase en la siguiente parada, empezó a incomodarle como una pequeña herida. Aún más le irritaba no saber el porqué de ese malestar con respecto a aquella joven.

Intentó no seguir mirando a la joven, que la hallaba de una belleza excepcional, tan sólo igualable a la armonía y delirio cromático que encontraba en la cala.

Consiguió con gran esfuerzo ver las gaviotas que caían del cielo directas al muro de algas y patosamente merodeaban removiendo con sus amarillos picos el gran amasijo de algas pestilentes, en busca de alimento. Otra vez la ventanilla se interponía contra su calma de cielo azul y rayos dorados y gaviotas escandalosas. Allí nuevamente, el recorrido turístico, el movimiento. Miró hacia la joven, quién permanecía bien sentada con la cabeza recta mirando al frente.

El calor aumentó un poco en la cala, el cielo besaba la tierra, la chica se giró hacia él, que rápidamente, cogido infraganti mirándola, agachó la cabeza y zarandeó los brazos como dando a entender que se le había caído algo entre las piernas.

Al poco rato las gaviotas, después de una revisión exhaustiva del muro de algas, alzaron el vuelo y se internaron en el mar abierto, buscando las barcas chiquititas de los pescadores. Él se puso rojo, saboreaba la idea desde la salitre dulzona pegada a sus labios, el sol cayendo juguetonamente con sus rayos desplegados. La idea persistía, o no era una idea, el salitre dulce, delicioso, era la boca de ella plegándose a la suya.

Ahora, por el contrario, no quería desechar esa inmiscuida intromisión, salir del autobús, de un beso como nunca antes, nunca, de la ruta turística del autobús, ni de los propios turistas feos, ni de la ventanilla, cristal que coexistía en dos mundos.


 


 

5


 


 

La abrazó con ternura y ella se dejó abrazar de la misma manera. Se siguieron besando delicadamente, con intensidad apasionada.

La luz le cegaba, el sol estaba alto todavía. Se acercó al agua y se mojo con las dos manos el rostro, se tumbó en la orilla de la cala.

Ella le acarició la mejilla, le besó otra vez. Ambos sentían el calor, esa especie de fiebre, de locura, que se crea cuando el corazón se apasiona. Un lenguaje de manos entrelazándose, besos, caricias, palpitaciones desacompasadas, el corazón latiendo por todas partes desbordado.

El autobús seguía su curso con sus tosidos y la bronquitis propia de esos cacharros contaminantes, aunque efectivos. Se paraba en la localidad de Santa Ponça.

Ellos dos, inmunes a todo lo que no fuera su amor, siguieron besándose. Hubo un momento, de varios, que se sostuvieron la mirada, ella iba a hablar. Él no quería que eso sucediese; intentó por todos los medios, besándola excesivamente, que no hablase, que no dijera nada. El silencio le parecía la mejor forma de que se sintieran, de conocerse, de amarse; bastaba con comunicarse con gestos, con silencios, dejar que el movimiento guiara el destino amoroso que los había unido en esa cosa deslizante llamada autobús.

Pero fue imposible, la joven no pudo, no quiso, no intentó, tal vez, refrenar sus ansias de decirle lo mucho que le amaba; enseguida abrió los ojos. Estaba en la cala, en la orilla. Al ver que estaba en la cala y no aferrado a los brazos de la chica, dispuesto a silenciar sus palabras con nuevos besos, gritó espantado: te amo, dándose un cabezazo contra la ventanilla del autobús, que lo retrotrajo a la realidad más descarnada de unas miradas afiladas, justicieras, y el desprecio gestual de una joven bella que estaba sentada a su izquierda, en el lado opuesto del autobús.


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

MANTA 22


 

1


 

Federico, Eugenio y Blas llevaban el ataúd blanco por el lado derecho, en la otra banda, Ceferino, Camilo y Pedro. Dentro del cajón, de maderas de contrachapado, recién pintadas de blanco (les había quedado muy bonito) iba el cuerpecito del niño Esteban. El ataúd miserable pero limpio parecía, en lo alto de aquellos seis hombros, moverse como si llevase allí dentro animalillos vivos; pues, un cacareo de las plañideras que venían justo detrás, subía desde sus narices y se estrellaba contra la caja blanca, estremeciéndola, y subía un poquito más, para luego caer entre los centenares de personas que seguían el cortejo.

Entraron en la iglesia. Las plañideras cacarearon más fuerte, no se sabía bien si era porque el cura era muy guapo y golfo, decían que ya se había follado a medio pueblo, y eso las emocionaba de manera insigne, o todos aquellos retablos de cristos crucificados, y judas en montes de los olivos, enardecía, les insuflaba su cristianismo de quinta categoría y, lo lacrimógeno y sufrido del tema religioso se pegaba como una cola a las chapitas blancas de maderillas donde iba Esteban, que ya no podría poner chinchetas en los asientos de otros entierros que no eran el suyo, escupir en la sopa del abuelo Andrés, que le parecía más serio que una estatua, tocarle las tetillas que le estaban creciendo a su prima Dorotea, robarle las gallinas a la vecina, el pan al panadero…

-Bueno. –Dijo el cura de ojos de gato, cabellos rubios como el trigo. Dios ha querido llevarse al cielo a nuestro querido Esteban (los bancos de madera crujieron, hubo carraspeos, toses) No sabemos cuáles son los designios de Dios. No importa preguntarse porque Dios se lo lleva tan joven. Tan sólo nos queda rezar por él. Y sobre todo seguir los mandamientos de la ley de Dios. No estar en pecado. El pecado es la condenación eterna. Es pecado… Bueno, hoy no es día de misa, y no quiero hacer de este entierro un sermón; pero tened bien claro que Dios no perdona los pecados deliberados que cometéis.

Hubo gente que empezó a inquietarse. Uno de entre el público, le increpó al cura si iba a decir alguna cosa acerca del chaval, una oración a su favor, cualquier cosa, le decía este al cura. Va a necesitar muchas oraciones para entrar en el reino de los cielos. A mí me robo muchos panecillos, y eso es pecado, no. Robar es pecado, no. Señor cura. Pues vamos a rezarle al pobre diablillo a ver si le dejan por lo menos abrigarse a las puertas del cielo. Los familiares se giraron, el panadero se calló la boca. El cura siguió hablando de nada, es decir, de San Pedro, San Mateo, y cerró la parte que le tocaba con una oración y dándole la hostia a todo el mundo.

De nuevo los seis parientes, entre los que se encontraba el padre, Ceferino, se llevaron a los hombros el ataúd improvisado que habían construido para la finita eternidad del niño Esteban. La madre del niño Esteban y mujer de Ceferino, Matilde, su hija Ruperta, una putilla extrema de dieciséis años, y las hermanas de Matilde, tías del difuntito, y algunas amigas más de la familia arrancaron con el cacareo, que salpicaba como barro y ensuciaba de tal manera que las otras mujeres se agregaban gregarias al cacareo. Enfiló la comitiva hacia el cementerio que se situaba a escasos trescientos metros de la iglesia. Una cuesta empinada que se subió lentamente, y que casi nadie del pueblo chiquitito parecía estar dispuesto a perderse. Antes de enterrar al niño Esteban, se le hizo el velorio allí en el cementerio. Su cara de rebelde había desaparecido tras la nacarada blancura de la muerte. La gente se sorprendía con la cara de ángel del niño Esteban; sin embargo, nadie lo hubiese revivido de poder hacerlo. Estaban todos allí para cerciorase de que realmente estaba muerto, que no respiraba ni respiraría jamás.

Los parroquianos iban pasando en fila india lentamente. El niño Esteban estaba allí tan callado, tan quieto, que parecía muerto de verdad. Ese era el pensamiento de todos, que se paraban y lo remiraban desconfiadamente. Veían sus pantalones cortos, prestados seguro de algún primo suyo, ya que le venían grandes, dejando ver aquellas piernas llenas de cardenales e inmóviles. Con el frío que hacía ya se hubiera movido de estar vivo, pensaban los pueblerinos. Al pasar delante del féretro, el panadero se plantó admirado. ¿Cómo era posible que el mismísimo diablo estuviera muerto? Y así era, porque todo el pueblo tardó como más de dos horas en darle el último adiós al niño Esteban, el adiós definitivo y maravilloso, y el crío no se había movido ni un granito y con aquellas piernitas desnudas y aquel frío. Estaba muerto Esteban estaba.


 

2


 

La gran mayoría de la gente aún se quedó a ver como enterraban al muerto. La madre, cuando empezaron a tirar las primeras paladas de tierra los dos enterradores calvos y gemelos, que tenían el mismo tic, también, de rascarse las pelotas al unísono, para luego, con el índice de la misma mano, deslizarlo ligeramente bajo la nariz, como intentando olerse las pelotas, mimetizando de ese modo un gesto dinámico perruno, la madre no aguantó ese gesto repelente de los enterradores. Reclamó dignidad para su hijo en el momento de su entierro, por muy bribón y malvado que en vida hubiera sido, y cogió una piedra del tamaño de su mano y se la estampó a uno de ellos en la frente. Éste cayó dentro de la tumba y con su peso, evidente, destrozó el paupérrimo ataúd y espachurró el cuerpo del niño Esteban, que ni quejarse pudo, de lo muerto que estaba. El otro gemelo, se lanzó a por la mujer con un aire iracundo; pero antes de satisfacer su revancha le cayó encima toda la tropa del Esteban, desde el padre, el Ceferino, los tíos, los primos, hasta las mujeres, que le sacudieron las últimas patadas al cuerpo del entrometido enterrador tirado en el suelo, dolido, de su boca sangrienta salía un quejido mudo, casi ni se podía mover. Le había caído la del pulpo. Expresión que significa que si no te han matado poco te ha faltado. El otro enterrador y hermano y desgraciado estaba saliendo de la tumba. Tenía una gran brecha en la frente que no paraba de sangrarle. Se fue directo a ver como estaba su gemelo. La madre de Esteban le dijo que fuera rápido a mirarse esa herida que le había hecho en la cabeza. Que la cabeza era una cosa muy delicada. Y que haber si había aprendido algo de educación, que por el amor de Dios, así se lo dijo, uno no se toca los cojones cuando se entierra a alguien, y mucho menos a su hijo. Un gemelo cargo a otro (no se sabía cuál de los dos) y desaparecieron por aquella cuesta abajo que llevaba al pueblo. Los tíos de Esteban agarraron las palas y terminaron el trabajo que no era suyo. Se llevaron las palas para casa. No las utilizarían nunca pero las revenderían o las cambiarían por alguna otra cosa útil para ellos.

La familia a esa hora, una vez enterrado Esteban, estaba sola; aún así, eran una muchedumbre de tíos, tías, abuelos, primas, primos, primos segundos, terceros. Fueron bajando la cuesta aquella, que dejaba a un lado la iglesia y luego se internaba en la parte alta del pueblo donde ellos vivían.

Esa noche la madre de Esteban se la pasó llorando, Ceferino, el padre, bebiendo, la hermana, Ruperta, jodiendo con el cura, que se había pasado toda la misa mirándola con deseo, y por fin, a la hora de la ostia, marcó el encuentro con ella. No era la primera vez. Los vecinos, esa noche le dieron gracias a Dios porque ya no estuviese entre ellos ese hijo del Diablo llamado Esteban que tantas pesadillas les trajo en vida.


 

3


 

La mañana llegó envuelta en una neblina. La luz quedaba sostenida como por algodones manchados entre el cielo y la tierra. Tenía el color de las calles oscuras de los barrios feos. En el barrio pobre donde vivía la familia del recién desaparecido Esteban, la luz se miraba en su espejo de inmundicia acartonada y del resto se encargaba el frío, que descascaba la pintura empobrecida de las puertas de las casas, mordía los huesos de la gente con dentelladas húmedas, afiladas, helaba el aliento de las calles sucias, se cagaba en la vieja cabeza de la vieja Juana, abuela de Esteban, que no podía recordar la cara de su nieto por más que lo intentaba, y lloraba desconsolada por ello. Y en casa no tenían más que un radiador chiquitito, y unas mantas 22; aún así, con esa miseria era imposible hacer frente a aquel frío, porque se metía de lleno a través de las pobres paredes, los marcos de las ventanas, el tejado. Matilde estaba encabronada con la muerte del niño Esteban. No se conformaba. Era muy extraño que un chaval de once años, sano y fuerte como él, hubiera muerto así como así. De repente, la madre, viendo que el chaval no aparecía a desayunar. Venga llamar y venga llamar. Lo encontró en su habitación tieso como un palo, las mantas 22 cubriendo parcialmente su cuerpo. El forense de la ciudad que le había practicado la autopsia al cadáver, le dijo a la familia que el chico había muerto de frío. La madre nunca se creyó esa historia. Nunca había pasado frío con las mantas 22, y ahora iba y se moría. ¿Cómo podía ser eso? La madre sospechaba de todo el mundo, pues todo el mundo del pueblo se la tenía jurada a Esteban. Lo aborrecían. Lo aborrecieron.

-¿Cómo que se ha muerto de frío, doctor, dígame cómo puede ser eso? –Le preguntó Matilde al forense conteniendo sus ganas de ahogar a aquel mentiroso, embustero hijo de la gran puta.

-Se lo puedo decir más alto pero no más claro: su hijo ha muerto a causa del frío.

Este doctor, no puede ser, pensaba ella, no puede ser, se está quedando conmigo.

-¿Y por qué no murió antes y ahora sí? –Le preguntó de nuevo Matilde, que no se conformaba.

-Señora, yo entiendo su dolor, también tengo hijos y me imagino lo doloroso que debe ser perder uno. Su hijo murió de frío. Eso es lo que revela la autopsia. No tengo más nada que decirle. Buenos días.

El forense, que era un tío alto con pinta de Frankestein se giró lentamente sobre sí mismo, con mucho esfuerzo, como si fuese una grúa y avanzó corredor adentro.

-¿Tú te crees ese cuento chino, Ceferino? –Le preguntó al marido Matilde.

-Si él lo dice que es médico, será verdad. –Respondió Ceferino, con su sentido común invariable, frialdad de un padre ausente que no recela en absoluto.


 

4


 

-Pues yo no me creo nada de lo que me dice ese destripa muertos. Te digo que un crío sano como el nuestro es imposible que se muera de frío, y mucho menos con esas mantas 22, que yo sé que calientan. ¿O acaso tú te has muerto de frío, y te cubren las mismas mantas 22? –Le dijo Matilde a su marido.

-Ya no tiene vuelta. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Te suena eso. –Contestó Ceferino.

Enseguida una mano elástica como un látigo le cruzó la cara a Ceferino. Lo maldijo mil veces. Parece mentira que sea tu hijo el que haya muerto, le dijo a Ceferino Matilde, que mantenía la cabeza gacha, avergonzado como se sentía. Estaba cansado de toda aquella historia. Quería irse al bar a beber y a jugar su partida de mus. Que lo dejasen en paz. El chico había muerto, para que darle más vueltas. Parecía increíble que hubiera muerto de frío, sí, lo parecía; pero esas mantas 22 no calentaban en absoluto. El mismo Ceferino pasaba un frío terrible en invierno. Menos mal que él dormía con ella; sino quién sabe, ya le hubiese pasado lo mismo que al niño Esteban. Ya se hubiera muerto de frío. Y la abuela no se moría porqué era más dura que las mismísimas piedras, que si no, ya hubiera estirado la pata, y del abuelo ni hablar, eran gente de otra época, tenían los huesos rellenos de plomo. La Ruperta se las ingeniaba para calentarse en invierno. Le había cogido tanto gusto a la protección invernal que la pasó a todas las estaciones del año.

Tan sólo a Ruperta y a su padre no les extrañaba la muerte de Esteban por frío. A Ruperta y al padre les parecía de lo más normal, que cubriéndose con aquellas mantas 22, hubiera pasado lo que había pasado. Ya una vez Ceferino tuvo una conversación con su hijo Esteban:

-Hijo, vete de casa, aún estás a tiempo.

-¿Y a dónde voy, padre?

-Vete lejos de tu madre, a cualquier lugar, pero lejos de tu madre.

Ceferino sintió un cierto alivio cuando recordó en el bar, con los sesos ardiéndole por los efectos del anís, la breve conversación que tuvo con el hijo meses atrás, advirtiéndole y animándole a que dejase el hogar. Y así había pasado, como Ceferino y Ruperta podían haber imaginado muchas veces que pasaría: las mantas 22 no calentarían lo suficiente el cuerpo de Esteban y…

Matilde estaba dispuesta a vender cara la muerte del hijo. Su hijo no se podía haber muerto de frío. Eso no existía. En casa la gente se cubría en invierno con mantas 22. De esa manera era imposible. Al chico le odiaba todo el mundo en el pueblo. Alguien lo habría envenenado o vete tú a saber de qué forma lo habían matado. Así pensaba Matilde. El odio le iba ganando la saliva y se encontraba más envenenada por la historia, inconcebible historia, de la muerte de su hijo por hipotermia, primera palabrota que había nombrado, y no hubo entendido Matilde, el forense.


 

5


 

-Cómaselo todo, padre, no deje ni un grano en el plato. –Le dijo Matilde a su padre, quién la miró con un odio velado.

Los demás, su madre, la vieja, arrebañaba el plato con un pedazo de pan. Mientras que Ceferino comía silenciosamente, igual que Ruperta. El frío los pegaba a las sillas como los cubitos de hielo en las cubiteras de plástico. A nadie se le ocurría mencionar el frío que hacía. Cada uno estaba tapado con su manta 22. Matilde siempre las guardaba en verano modélicamente. Nadie tenía motivo para quejarse; a pesar de los años que atesoraban las mantas 22, que no eran pocos, cumplían su papel de mantas. La vieja intentó hablar de Esteban, pero Andrés, el abuelo, le metió una patada en las espinillas a tiempo a la vieja, y ésta se guardó los comentarios para otra ocasión. Matilde había impuesto en la casa un mutismo respecto a la muerte del niño Esteban, que sólo ella rompería. Ceferino volvió a la carpintería después de comer. En el trabajo estuvo hablando con un compañero, Manuel, quién se disculpó por no haber ido a la iglesia. Le dio el pésame:

-Lo siento. – Le dijo Manuel a su compañero Ceferino.

-Gracias, ya no se puede hacer nada. –Dijo Ceferino, que hubiese sentido más daño si se le hubiese muerto un cerdo.

-En esta época no hay como no morirse. Hace mucho frío. –Dijo su compañero de trabajo Manuel.

-Mi mujer piensa en una conspiración contra el crío, mientras que para mí es evidente que se congeló. Imagínate, utilizamos mantas 22 del tiempo de la guerra. Yo estoy vivo porque por las noches me apretó a aquellas grasas de mi Matilde que quieras o no, calientan lo suyo, porque sino Manuel, te digo que ya la habría diñado hace tiempo. Mi Ruperta, tú ya sabes, que te voy a decir de ella que no sepas. Pero una cosa que no sabéis en el pueblo, es que ella, lo que te digo, ella, así como suena, su ninfomanía incontestable la empezó para no sucumbir a las mantas 22, que su madre estaba empeñada en decir, no sé porque, que eran estupendas. Tal vez dice eso porque ella con lo gorda que es no pasa ni la mitad de frío que pasamos el resto de la familia. Y ella erre que erre, que el Esteban se haría fuerte con las mantas 22, que no hacía falta comprar más mantas para el invierno este porque estamos, como siempre, tiesos de parné, que el crío era fuerte y más fuerte se haría con las mantas 22. Y ya ves Manuel, mi Matilde ha acabado matándolo con la intención payasa de hacerlo el más fuerte. Ahora dice que quiere venganza, que al crío se lo han matado. Me llegó a decir que se lo habían envenenado. ¿Te puedes llegar a creer al punto que llega la locura Manuel de mi Matilde? Y por mucho que yo le diga, para qué. Me metió una ostia que me dejó la cara más roja que un tomate porque le dije que la vida sigue, que hay que seguir hacia delante. Te lo juro Manuel, mi Matilde no rige bien de la cabeza, bueno, la verdad, es que nunca llegó a funcionarle bien del todo la chola. Ese carácter agresivo, yo diría que hasta asesino la pierde. Y tanto que la pierde Manuel, yo sabía que acabaría matando al chico con esas mantas 22. Se lo dije, Matilde, vamos a comprar unas mantas nuevas para Esteban, que el frío de este invierno no lo soporta. Y ella que no, que su hijo era un hombre, que el frío no mata a nadie, que para qué gastar dinero insensatamente cuando aquellas mantas 22 eran estupendas. Así las llama a las malditas mantas esas de mierda, estupendas, será para ella, que con tanto sebo que almacena en su cuerpo ni se entera del frío abrasador que pasamos en aquella casa, donde por cierto, los viejos aquellos de mierda de sus padres, que son igual de burros que ella, no sienten frío, o por lo menos allí están. Los ves moverse por la casa como si fuera verano. Tienen una agilidad de movimientos que ni yo ni mi Ruperta soñaríamos tener. Tanto es así, que ya te acabo de contar que la predilección por los rabos de mi hija, es por selección natural, Darwin explicaría eso mucho mejor que yo. Pero al final de cuentas es puta por adaptación al medio, vía las putas mantas 22, que la madre se empeña en decir que son como un crecimiento personal, las malditas mantas 22. –Dijo Ceferino en un descargo de conciencia.

-Hay que ver, si hoy día ya se pasa la leche de frío con las mantas que tenemos, y son unas 37. –Murmuro Manuel como saliendo de un sueño.

-Eso, eso díselo a mi Matilde, que por ahorrar, ya ha fulminado a su hijo. Ya veremos qué pasa el invierno que viene, ya veremos…

Sentenció el Ceferino, que agarró el serrucho y siguió serrando aquellas maderas que le llevarían toda la tarde. Ya tendría tiempo por la noche de ahogarse entre las carnes de su Matilde para no morirse de hipotermia, bonita palabra que ha Matilde no le había gustado un pelo. Cuestión de economía, tal vez.