sexta-feira, 26 de agosto de 2011

Ella y las gaviotas


 El viento azotaba sus grandes ojos, una servilleta de la mesa de la terraza voló haciendo una serie de piruetas y acabó no muy lejos de ella, allí en el rompeolas donde fue engullida por el ronquido marino de las olas, que se estrellaban y mojaban las alas imprudentes de las gaviotas, voladoras rasas en busca de pesca y consecuentemente del peligro. El mar se retraía con aquel murmullo devastador, y, en su intervalo y nuevo despliegue contra las rocas, al recoger su efervescente manto blanco, de galácticas chispas cristalizaba el rompeolas. Intentó conocer el derrotero de la planeadora servilleta, pero el blanco de la espuma le cegaba los ojos. El sol de invierno en la isla quemaba a quemarropa aquel día. Caminaba alegremente hacia su cenit. Ella se abrochó el último botón de la chaqueta de cuero. Pidió otro café con leche. Su grácil sombra se encajaba en su propia figura como un pliegue de alas de mariposa.La música que le llegaba amortiguada de dentro del bar se enmarañaba con los broncos alaridos del mar. Le llegó el café con leche, humeante. Bebió un sorbito, estaba muy caliente, dejó la taza en el platillo encima de la mesa. Cerró los ojos direccionados hacia el sol. Los párpados se le llenaban como de telarañas rosas. Se le formaban en las cuencas de los ojos sombras rojas, igual que animalillos voladores parecidos a todas aquellas gaviotas hambrientas chillando su hambre a los cuatro vientos. Si bajaba un poco la cabeza, de un azul oscuro, casi negro, como brazos furibundos el mar desesperado se debatía iracundo. La vio una pareja que andaba por el dique, en el rompeolas. Lo que en la distancia a la pareja les había parecido algo así como un paño, un mantel, una servilleta blanca haciendo una pirueta. Una vez llegados, bien cerca, allí abajo a los pies del rompeolas, una chica joven con una chaqueta blanca era mecida por la furia del mar contra las rocas, como si de un trapo se tratase.