quarta-feira, 27 de julho de 2011

El verde de tu pared

   Zumo de verduras con fresas,
   labios como fresas. Encantado.
   Me desconcierta su mirada de felina.
   Eso es todo. Y su manera de andar,
   lentamente única y verdadera.
   Los planetas se columpían a gatas
   como bebes en los parques y tatamis
   del Universo.
   Me gusta que no dice nada;
   mientras el autobús se despeja las ideas
   con la lluvia que le está pegando en la frente.
   Su rostro, sugestivo, se duplica en el cristal
   de su ventana,
   su postura la dice ser una leona majestuosa.
 

segunda-feira, 4 de julho de 2011


                                                  El Puente Invisible

                                                                                 I


 En la pantalla del televisor todo era un campo blanco de batalla. La sangre de los soldados y de los caballos teñía la nieve, y los cuerpos se amontonaban cómo montoncitos coloreados. El joven pensó en aquella imagen. La cámara entraba con más detalle en los hormigueros humanos, de rostros duros, blancos, grisáceos, caballos rígidos cómo de escayola. El blanco lo inundaba todo a pesar de la indiferencia y el tozudo silencio que tiene la muerte. Se le cerraban los ojos, entonces, cuando ya se iba a dormir en la cama frente a la pantalla, de debajo de varios cuerpos algo se estremecía, era uno de los dos generales de la contienda, el perdedor y único superviviente de su ejército. Tenía una brecha enorme en la frente. A duras penas consiguió deshacerse de los cuerpos que oprimían el suyo, para llegar a quedarse libre e inerme, en aquel desierto gélido. Eso aplazó el sueño del joven. Miró atentamente al general. Era un milagro, de la nada había aparecido. Estaba moribundo, y en principio lo que parecía que iba a ser un bodrio de película, ganó fuerza. ¿Qué iba a ser de aquel vencido? Esa cuestión llevó al joven a acomodarse la almohada a la cabeza, mientras tanto, el general se llevaba las manos a la suya, le dolía a rabiar, gritaba de dolor en medio de aquella ruptura.
                                                          
                                                                                II


 Los apagados ojos azules del general apenas alcanzaban a distinguir a los buitres que diseñaban un gran círculo, a escasos cincuenta metros por encima de él. De cada vez eran más. Se abalanzaban en grupos pequeños sobre los cuerpos de sus subordinados, y los despedazaban sin ninguna prisa, pero sin pausa, con aquellos picos robustos. Las aves carroñeras se peleaban por cada centímetro de cuerpo que poseían. Sus aleteos infernales, sus graznidos, su sed de sangre, eran una réplica animal para el general de lo que ellos, los hombres, hacían. El general intentó con todas sus fuerzas arrastrarse. Lo consiguió unos dos metros y no pudo más. El esfuerzo había sido mayúsculo, sabía que iba a morir enseguida. Nunca pensó que acabaría siendo devorado por buitres, cuando empezó la carrera militar. Si alguna vez la idea de la muerte pasó por su cabeza, a ésta la veía en el campo de batalla. Una muerte heroica, luchando cara a cara contra el enemigo. El joven que asistía a la película era del mismo parecer. Era terrible para un general tener que asumir una muerte indigna y detestable como aquella.
Dos campesinos alemanes cruzaron el campo sembrado de cadáveres, una manta negra de alas alzó el vuelo, haciendo un estruendo terrible, cómo de cuerpos lanzados al vacio contra un río, o una gran nube descargando granizo de repente. Uno de los campesinos divisó al general, que estaba algo separado del tumulto de soldados mutilados. Llegaron hasta él. El joven espectador se alegró por el general. Entre los campesinos lo llevaron hasta el pueblo. En casa de uno de ellos tuvo los cuidados de su mujer. Cuando hubo pasado casi un mes, el general podía andar ayudado de un bastón.
Los campesinos alemanes sabían que se trataba de un militar del ejército francés. Enemigo de su pueblo. Habían sido derrotados los franceses. No conocían la graduación del militar francés. Ellos eran simples campesinos. Aquel militar había sido derrotado por el ejército alemán. De todos modos, ellos eran gente de bien, y nunca hubiesen dejado abandonado a su suerte a aquel hombre. Se trataba del carácter de los campesinos. No eran justicieros. Le ayudarían hasta que se recuperase y luego se tendría que marchar. Eso era todo lo que podían hacer por él. En ningún momento le preguntaron nada al militar. Cuidaron de él, y cuando se recuperó, le equiparon con ropas y comida. Al joven le agradó la actitud de los campesinos alemanes, podían haberlo denunciado a las autoridades, pero no lo hicieron.
El general agradeció encarecidamente a los campesinos el que le hubieran salvado la vida. El haberlo hospedado en su casa tanto tiempo poniendo sus vidas en riesgo. Unas lágrimas brotaron de los ojos del aguerrido general francés. Los alemanes asintieron con la cabeza humildemente, cómo si el hecho de haberle salvado la vida no tuviera nada de especial, y así era para ellos. Se abrazaron brevemente, el general intercambio unas palabras con los campesinos en alemán. Entonces empezó a andar acompañado de su cayado, dejando lentamente la aldea de campesinos, poblada de vacas, mulas, y gallinas que estaban por todas partes; eran cómo una comitiva de despedida para el general francés, ahora con ropas de campesino alemán. Tenía muchos kilómetros por delante hasta llegar a su tierra, si es que lo conseguía, puesto que había sido herido severamente. En la batalla su caballo había caído sobre él. Era muy probable que tuviese contundentes heridas internas. Sabía que ya nunca sería el mismo después de aquella batalla. Le dolía el cuerpo continuamente. Se quejaba de los riñones, el hígado, el pecho, y sobre todo, los dolores de cabeza eran infernales, para volverlo loco.


                                                                               III


El joven se levantó de la cama, el teléfono sonaba, pensó que sería Javier. Era él. Le llamaba para ir a tomar unas copas por la ciudad, era sábado. ¿Había algo mejor que hacer un sábado por la noche, que ir a ver que se movía por ahí; que tomarse unas cervezas con los amigos y echarse unas risas? Generalmente no, pero particularmente aquel sábado para Alex sí. Aquel general le tenía intrigado, a pesar de ver que era un completo desgraciado, un personaje desdibujado cómo la misma neblina del bosque por donde ahora mismo transitaba por la pantalla del televisor. Alex tenía la sensación de que la película daría un vuelco, y tal vez, la historia cambiaría completamente. De por sí, el general había despertado en Alex compasión, un sentimiento que estaba agazapado en su corazón desde hacía muchos años. Le dijo a su amigo Javier que no se encontraba bien, que tenía algo de fiebre. Colgó. Volvió a la cama. Se tapó. Otra vez aquel melancólico piano, que acompañó la entrada de las imágenes del campo de batalla, al inicio de la película, empezó a sonar. El general avanzaba torpemente perdido entre la niebla por un bosque de grandes árboles, sus copas achaparradas de nieve. La música y la figura del general hacían una simbiosis perfecta. Las notas lúgubres del piano, remarcaban el espíritu derrotado del general, que se esforzaba en avanzar por aquel sendero. Imágenes de la batalla llegaban cómo un constante goteo a la dolorida cabeza del general, que el joven Alex visionaba en el televisor desde su cama. El general montado en su negro caballo, sable en mano, detrás de él todo su ejército. Delante, el ejército prusiano.


                                                                                 IV


Todos los soldados de a pie estaban preparados con sus espingardas listas para atravesar cómo espárragos a los prusianos. Eran tres filas de unos 180 hombres cada una. Detrás estaba la caballería y más atrás la artillería. El general dio la orden de ataque; se pusieron en marcha los soldados de a pie, mientras que los cañones empezaron a detonar sus tripas de acero. El ruido era ensordecedor, hasta aquel momento todo en silencio salvo las notas de aquel piano. Por su parte, los prusianos avanzaron también. La lucha fue encarnizada, pero para desgracia de los franceses, los prusianos tenían más cañones, estaban mejor armados y se hallaban en superioridad numérica. El ejército del general consiguió oponerse durante un tiempo más que digno, vistas las condiciones de desigualdad imperantes. Lo que vino después fue una carnicería. Por cada soldado francés eran tres o cuatro prusianos. Acabaron con todos, exceptuando el general, que tuvo la suerte o la desgracia de quedar oculto debajo del cuerpo sin vida de su caballo. De esa manera salvó la vida.
El general dejó de caminar por el sendero y se sentó al abrigo de un árbol. Deseo estar muerto, la derrota era indignante, y más cuando él era el responsable. ¿Qué sentido tenía volver a Francia? ¿Serían capaces de llevarlo ante un tribunal militar? ¿Serían capaces de condenarlo sin hacerle juicio alguno? El general tenía la mirada perdida, una voz en off, la suya, se hacía esas preguntas vitales y angustiosas. Alex se sentía mal. La situación del general era pésima. Había luchado con valentía junto con su ejército y habían perdido una batalla que ningún ejército de la tierra hubiera ganado en esas condiciones desventajosas. El general sacó de la bolsa de cuero un pedazo de pan y de queso, que los alemanes muy gentilmente le habían ofrecido. Era un suplicio para el general tener que masticar. Le dolía la cabeza al hacerlo. Tuvo que esforzarse, pues si masticar le traía dolor de cabeza, el no hacerlo lo dejaba con un hambre canina. Se esforzó y se alimentó un poco antes de guardar la comida debido al dolor de cabeza. Al poco rato de estar bajo aquel árbol, que para Alex no fue ni un segundo, el general inició su camino por aquel sendero que llevaba a un pueblo pequeño de campesinos.


                                                                  V


 Para cuando llegó al pueblo, la noche se mostraba esplendorosa, cómo una corona de fuego, las estrellas fulgían relucientes, la temperatura había bajado considerablemente. El general se veía incapaz, inútil, tenía la sensación de estar dentro de un gran cubo de hielo. El frío se apoderaba de sus movimientos, que eran torpes, seniles. Las chimeneas de las humildes casas de los campesinos echaban humo a todo trapo. Si no se resguardaba moriría congelado. Se acercó a la puerta de una casa para intentar escuchar quién había dentro; al hacerlo, una vieja de unos setenta años abrió la puerta. Te he pillado mendigo, le dijo al general, que le respondió a la vieja que estaba por llamar a la puerta. La vieja lo miró de arriba abajo, poco después le preguntó sí era uno de los pocos militares franceses que habían quedado con vida tras la guerra. El general le respondió que así era. La vieja agradeció la sinceridad del militar, que sacó una moneda de oro de un bolsillo; y le dijo a la vieja si se podía quedar esa noche en su casa. Ella lo cogió del brazo y lo metió rápidamente para dentro de casa. Los ojos se le dilataron a la vieja, cuando prácticamente le arrancó de las manos la moneda de oro al general. Imagínese si se puede quedar, soy una persona hospitalaria. Le acepto la moneda porque si no sería una descortesía, y porque además ando muy mal de dinero. Corren malos tiempos para todos, imagínese para los pobres. Acérquese al fuego, debe de estar helado. La vieja le dio de cenar comida caliente, luego le convidó a un coñac barato. Todos los agasajos puso en práctica la vieja, con tal de que aquel soldado francés durmiera cómo un angelito, y ella pudiera hurgar en sus vestimentas para hallar otro metal precioso cómo aquel que brillaba en sus manos. La vieja le preparó en el suelo una cama improvisada de mantas al lado del fuego. Se dieron las buenas noches. El general se guardó su pequeño tesoro en los calzoncillos sin que ella lo viera. Al cabo de unos veinte minutos se durmió, abatido por el cansancio y llevado por la comodidad y el acogedor crepitar de la leña, que, aparte de desentumecerle los huesos, era como si le desentumeciera el alma.


                                                              VI


La vieja, mientras el general dormía, había fisgoneado en las ropas y la bolsa, pero no había encontrado nada. Sospechaba que tal vez tuviera algunas monedas más; pero se supo contenta con la moneda que recibió. Cuando se hizo de día, despertó al general con un tazón de leche caliente y un gran pedazo de pan con mantequilla. El general desayunó sin hablar mucho. La vieja no paraba de contar cosas sobre la guerra. La guerra la crea el diablo, le dijo la vieja al general.
A Alex le daba mal rollo aquella vieja. Nunca le gustó la gente que hablaba mucho. No paraba de hablar, y el pobre del general no tenía más remedio que apechugar. Lo importante era salir de aquel pueblo cuanto antes. La vieja podía contar a los vecinos que por allí andaba un superviviente francés, y éstos no ser tan atentos y gentiles cómo aquellos que le salvaron la vida. Muchas gracias señora por todo, le dijo el general a la vieja campesina alemana. Tengo que proseguir mi camino. Vaya usted con Dios, le respondió la vieja, que se llevó la moneda del bolsillo a los dientes, unas vez hubo cerrado la puerta. El general caminó deprisa por la calle principal enfangada, compuesta por dos hileras de casas, de unas doce a quince cada una. Cuando ya estaba fuera del pueblo, resoplando cómo un búfalo después de una galopada por la llanura, el corazón a cien por hora, su cuerpo demolido casi por completo, apoyado en un árbol, una mano le tocó la espalda. El general casi se muere del susto. Al girarse descubrió quién era. Allí estaba con su cuerpo enjuto y alto, su moño rubio, sus ojos verdes, pequeños, la boca de labios delgados cómo un simple trazo de lápiz; nariz de patata en aquel rostro largo, quijotesco. Era la vieja. El general intentó decir alguna cosa coherente, pero la vieja empezó a hablar paranoicamente, sin puntos ni comas, atropelladamente. Así pues, el general la dejó correr verbalmente cómo lo hace un río desbocado, que arrambla con todo lo que pilla a su paso, sin pausas, sin tabiques, sin puntos y apartes para discernir los contornos por donde se encamina un dialogo lógico.
Cuando hubo terminado de no decir nada. El general le preguntó a la vieja, ¿está usted segura de que quiere acompañarme hasta mi casa? ¿Es un duro y largo camino? La vieja pareció tranquilizarse un poco. Le dijo al general que tenía interés en ayudarle. ¿Por qué? Preguntó el general. Nadie hace nada por nada. Mire, dijo la vieja, le voy a ser sincera. Si usted me da unas monedas más, yo le ayudo a llegar a su destino. Yo no tengo más monedas, dijo el general. Sólo tenía una, la que le di a usted. ¿Me está diciendo la verdad? Preguntó inquisitiva la vieja. Claro, dijo el general, no tengo moneda ninguna.
Chicos, salid. De detrás de dos árboles salieron dos alemanes de unos treinta a cuarenta años. Campesinos altos y bien alimentados. Eran sobrinos de la vieja. Se acercaron al general. Uno de ellos le dio unos bofetones al general a modo de guasa. El otro sobrino y la vieja se reían de las gracias de aquel. Iba a lloverle al general la quinta bofetada cuando éste ya no pudo más, y agarrándole el brazo al campesino con la mano derecha, se lo torció detrás de la espalda. Entonces el campesino con la mano libre que le quedaba intentó golpear al general, que aplacó el golpe con su izquierda, y le metió un cabezazo directo en la nariz, reventándosela inmediatamente. Cayó al suelo llevándose las dos manos a la cara sangrienta. El otro campesino se abalanzó como un loco sobre el general, que con la velocidad que traía, éste se hizo rápido a un lado y le puso la zancadilla. Al levantarse el campesino se dio de cara con una patada en la boca por parte del general, que por algo era general y no sargento. La vieja salió corriendo despavorida.
Alex no esperaba una de esas por parte de aquel tipo apático y melancólico. Terminó la escena con aquellos campesinos huyendo cómo gallinas, y el general atacado por su infinito dolor de cabeza. Fue entonces cuando Alex aprovechó para liarse un cogollo de marihuana y tomarse un chocolate caliente.


                                                                                     VII


Respiró profundamente, de su boca salió el aire casi congelado, de los pulmones de Alex una humareda blanca que empapaba de blanco la habitación, igual que el paisaje por donde proseguía penosamente el general. Pensó en la maldad de la vieja, también lo hizo Alex, que al ir colocado no pudo contener la risa al rememorar la paliza que le había metido el general a los dos palurdos bávaros. Hizo unas comparaciones fuera de orden y medida entre el general y Bruce Lee; aunque en una cosa coincidían, en el resultado. Precisamente eso fue lo que llamó la atención de Alex, que estaba dándole otro achuchón al porro. La destreza con la que se manejó con los campesinos. La tranquilidad con la que los dejó cao. Alex se afirmaba todavía más en su intuición inicial que le había llevado a desechar salir con los amigos. No sabía porque, pero aquel personaje en apariencia rancio, obsoleto, depresivo, guardaba un interés que ya se estaba revelando.
Después de andar más de dos horas seguidas por el bosque, el general se paró a atender sus necesidades fisiológicas. Se agazapó entre unos matorrales, apretó los dientes, parece ser que llevaba unos días estreñido debido al stress de la batalla, los nervios, esas cosas que no dejan a los hombres que fluyan con libertad sus más automatizados procesos orgánicos. Le empezó a doler la cabeza, a veces le daban ganas de arrancársela con una pica. Una voz de hombre llegaba desde una distancia prudente, cantaba así:
Princesa mía, rondel de oro
Ámame, aunque no sea moro
Desciendo de los vastos galos
Aunque refinado, lo soy consumado
Tra lara lara la la la la
Tra lara lara la la la la
La canción continuaba con los lamentos y las obsesiones de un apasionado por su apasionada. El individuo estaba llegando cerca del general, que se encontraba escondido tras los matorrales a unos metros del camino. Se limpió el culo al estilo cabrero, es decir, con una piedra, y se vistió enseguida, para ocultarse aún más si cabía de aquel hombre, que se hubiera supuesto ser un trovador que estaba de camino a alguna parte. El supuesto trovador cambió la canción por otra que así hilaba:
Huele a mierda recién cagada,
Por aquí hay un hombre, o una mujer
No por mal, ha de oler bien
Ni por bien, mal lo ha de hacer
En la decadencia de los procesos
Crecen las flores más bellas
Y huelen que alimentan
La flor de Loto pongo por ejemplo
Y a todo esto este cantar voluptuoso
Haría el favor de mostrase, mujer u hombre
Para poder ser presentados
Como seres civilizados.
Alex flipó con la verborrea de aquel tipo, que era tan alto como el general, salvo que debería pesar un quinta parte menos. Era delgado cómo un galgo. De su cara salía una nariz inverosímil que apuntaba hacía las estrellas. Sus ojos eran pequeñas ascuas candentes, la tez morena, el pelo negro largo peinado hacia atrás recogido en una coleta. Sus ropas podían ser las de un burgués.
El general se mantenía en silencio esperando que aquel tipo se marchara y le dejara en paz. Su cara era de malestar, parecía decir: ni cagar en paz me dejan. Ni cagar en paz puede el general, pensó Alex, rematando el porro. Cansado de esperar, y viendo que aquella especie de trovador inmiscuido no se iba, el general salió de entre los matorrales.
-¿Qué quiere, aparte de molestar una de las acciones más discretas, de las cuáles tiene derecho a disfrutar en paz cualquier ser humano? –Dijo malhumorado el general.
-Bien es cierto lo que dice, caballero, cómo también lo es de personas bien educadas, el darse a conocer. ¿No le parece? –Respondió amablemente el supuesto trovador.
-Tiene razón, soy el general Albert Rieu, único superviviente, que yo sepa, de la batalla de Durvem. A su servicio. –Dijo el general, recuperando por primera vez su espíritu, después de perder la batalla.
-Es un placer, me pongo a su disposición para lo que necesite. Mi nombre es Enrique, soy un trovador atemporal. Canto por amor, y amo porque canto.
-¿Quiere comer conmigo? –Le preguntó el general al joven.
-Será un placer, general. –Respondió feliz de la vida el poeta, que el destino siempre le tenía previsto algo acorde con su amorosa alma.


                                                                                   VIII


Comieron en silencio aquello que los campesinos hospitalariamente ofrecieron al general. Cuando hubieron acabado, el trovador le preguntó al general por la batalla. El general no tuvo mucho que contar.
-Parece usted abatido general. –Dijo el trovador con un aire consolador en su tono de voz.
-¿Cómo se sentiría usted, si todo su ejército estuviera muerto? ¿Y la dignidad de la patria tirada por el fango? –Respondió el general, más a sí mismo que al otro.
Yo me pillaría una melopea de un par de narices con los colegas y santas pascuas, pensó Alex, con el cogollo de marihuana todavía zigzagueándole por las neuronas.
-Mire el lado bueno de toda la historia, general. Es el único superviviente. ¿Acaso eso no es maravilloso? –Dijo Enrique el poeta trovador intentando animarle.
-Lo maravilloso, querido joven, hubiera sido morir con mi ejército. Aparte de lo maltrecho que he quedado físicamente, tengo un vacío en el alma que me reprocho el aire que respiro. –Dijo el general, que hizo un gesto con la mano, dando a entender que no quería charlar más sobre ese asunto. ¿Hacia dónde se dirige, joven?
-Voy camino de Landgraaf. Tengo que animar una fiesta nupcial, que se celebrará este fin de semana. –Respondió Enrique alegremente.
-¿Usted siempre está de ese buen humor? –Preguntó el general desde su inconsolable escepticismo.
-Así es, me viene de nacimiento. Mientras unos se empeñan en darse una miseria de felicidad, yo tengo la humildad de darme un banquete con ella.
-Debe de tener una conciencia tan ligera cómo las plumas de las aves, que de esa manera consiguen alzarse al vuelo. –Dijo el general, mirando con recelo a aquel joven desgarbado que tenía frente a sí.
-Mi conciencia, cómo muy bien usted dice, mi general; tiene tal ligereza, pues no se somete a los pesados rigores sociales; ni se deja arrastrar por los falsos vientos de la lujuria. Simplemente vaga soñadora cantando a la belleza.
Al general las palabras del muchacho, cuanto menos, le resultaron utópicas, teniendo en cuenta que el general acababa de salir de un infierno, y las consecuencias, le sesgaban el alma, dejándolo en un estado de completa depresión. Una sensación en la que el futuro era una burla, el pasado un dolor inaceptable cómo aquel dolor de cabeza, y el presente una caída sin fondo.
Alex se lio otro porro. Había pasado más de una hora desde que comenzara la película. No habían pasado muchas cosas, como suelen pasar en esas películas de acción. Pero algo había pasado. Sintió frío con aquellos paisajes invernales del centro de Europa, caminando con aquel general abatido, derrotado, tanto de día cómo de noche. Ahora que la película estaba acabando, le vino a la cabeza la pirada de la vieja y sus sobrinos intentando darle el golpe al general, y cómo éste se defendió magistralmente sin despeinarse.
El piano, aquellos acordes desgarradores, agazapados en las imágenes, un lenguaje brutal, por su fuerza innata, que aparecían y desaparecían casi sin ser advertidos; cómo ahora, cuando el general miraba con confianza en los ojos, al trovador; un ser libre cómo una cabra, un león o una gaviota.
-Mi general, véngase conmigo a Landgraaf, no tiene nada que perder. Le garantizo que se sentirá cómo en su casa. –Dijo Enrique el poeta.
-Sabe, querido amigo. Tiene usted toda la razón del mundo. Le acepto el convite. –Replicó el general, al cual le brillaron por primera vez los ojos con luz propia.
Los dos nuevos amigos empezaron a andar, una fina lluvia de nieve caía sobre la blancura del bosque. El piano cesó su melancolía, reemplazado por una canción alegre; los títulos de crédito aparecieron. Alex se quedó frente a la pantalla hasta el mismísimo final. Se puso lo primero que pilló y salió a la noche del sábado. En casa ya no había más nada que hacer.


FIN









































 

Sonrisa Sonría

I





Javier vivía sólo desde que la única persona que le había querido, excepto su madre, Soledad, la que fuera su mujer durante dos agónicos meses de casados, y otros tres, medianamente pasables, de noviazgo, optase por enarbolar y encumbrarse en lo más alto de la soledad, de nuevo a ella, desde dónde había llegado, para desvanecerse en aquel valle amoroso metafórico que soñó que sería vivir junto a aquel chico con cara de cerradura, aquel chico con cara de niño que ha perdido a las canicas y, las ha perdido todas, Javier, siempre en guardia, siempre tenso, desconfiado de todo y de todos. Su madre le dijo que sufriría mucho en la vida, pero él no parecía sentir nada de eso, más bien sentía un desprecio congénito hacia los de su misma especie; aunque, sin embargo, él tenía una autoestima a prueba de bombas.
Soledad, el día que dejó el piso que compartieron durante esa brevedad de tiempo que a ella le había parecido un suplicio, le deseo a Javier toda la simpatía del mundo, te deseo que algún día seas capaz de ser feliz Javier, que te des cuenta que no es sólo tu culo el que campa por este mundo, querido, por desearte te deseo, simpatía a raudales, aunque sé, que eso es como pedirle peras al olmo, pero, ah!, Dios mío, cuánto me agradaría ver que tu cara pasa del gris oscuro tormentoso, desgraciado, al azul claro de una sonrisa como un día de verano, adiós, Javier.
Soledad pulsó el botón, el ascensor llegó enseguida con un ruido de tensión de cables de acero, abrió la puerta y se metió con sus tres maletas y su perrita Mabel. Me vuelvo para dónde nunca tenía que haber salido, pensaba Soledad mientras el ascensor descendía con aquel ruido, sensación, pensaba Soledad, sensación de ratas mordiendo los cables de acero del ascensor, ratas serias y esquivas como Javier, dispuestas a devorar hasta el acero, frío Javier, pobrecillo, con el estómago emplumado de hierro y robín, incapaz de darle una sonrisa ni a la panzona de su madre, como pude casarme con ese tío tan raro, tan chato, me vuelvo a mi casa, Mabel, cariño, volvemos a casa, podrás hacer pipí, si no te da tiempo de llegar al lavabo, allí donde quieras mi amor, Javier era tan desconsiderado contigo Mabel, tan maleducado, te pido disculpas Mabel, así seguía Soledad con su monólogo, acariciando a la perrita, ya habían salido del edificio y Soledad estaba viendo como el taxista metía sus maletas en el maletero del coche; el hombre lo hacía con una hermosa sonrisa en la cara, que aunque no muy agraciada (el taxista era muy feo), a uno le alegraba el corazón mirarla. A Soledad en ese momento le entraron ganas de colmar de besos a aquel taxista simpático, agradable, a la vez que dos lágrimas como monedas de plata, brillantes, rodaron desde sus bellos ojos rasgados de japonesita por sus delicadas mejillas, cayendo rápidamente sobre la acera una de ellas, la otra salpicó la oreja del taxista, quién enseguida levantó la cabeza al cielo, exclamando, no es posible que vaya a llover, pero vio que la chica tenía los ojos húmedos, unos ojos bellísimos pensó el taxista. Discúlpeme señorita, se atrevió a decir el taxista, que parecía ser una persona extremamente educada, no quiero entrometerme, necesita algo, se encuentra bien, puedo ayudarla en algo, el taxista estaba sensiblemente afectado por la tristeza de la chica.
Puede besarme, dijo Soledad, que nunca se había sentido tan sola en su vida. El taxista, que era un hombre alto, calvo, con cara de hortelano, orejas grandes y peludas, se acercó a ella y con el revés de su enorme mano derecha le limpió la cara manchada por las lágrimas. Estaban muy juntos. Seguro que quiere que la bese señorita. Béseme, dijo Soledad, y ambos quedaron unidos por un instante, por un beso, por una relación (la de Javier) que nunca tendría que haber ocurrido, por éste, por el dolor que se siente cuando el corazón es rajado, por la soledad de Soledad, por las bocas prendidas por un fino hilo invisible que hace que la gente anónima bese a la gente anónima, y en esos casos brilla la humanidad esperada, oculta bajo mil capas de traiciones propias y ajenas, y el instante del beso se acababa, el taxista alto la miraba con la misma tristeza que era observado, Soledad le dijo al hombre alto taxista con cara de hortelano, que la llevase a la calle Amberes, de la misma manera que si le estuviese diciendo que la llevase al mismísimo infierno, que era allí donde ella quería estar. Se sentía traicionada, no por Javier, sino por ella misma y, ante eso no había nada que hacer. No se puede confiar en el amor, le dijo la chica al taxista. No diga eso señorita, dijo el taxista, el amor es lo que mueve el mundo. Pues, yo estoy empezando a pensar que el mundo es un pozo de mierda, y cuatro lágrimas por cada ojo saltaron expelidas de sus ojos, se espachurraron contra los asientos, al tiempo que el semáforo de la calle Marión Jara se ponía en rojo a la altura de la calle Matamoros.


II


La luz entraba por la ventana igual que un látigo de fuego, cegando depravadamente los ojos de Javier que se había dejado la persiana abierta por la noche, y ahora torpemente intentaba cerrarla. Lo consiguió. Se quedó quieto unos minutos, no sabía porque, pero enseguida entendió porque; sintió que el silencio de nuevo cercaba su piso, gran compañero el silencio. Mabel, la perrita de Soledad, no se la oía por ninguna parte, maldito animal, pensaba Javier, se comía mis chocolatinas Fortaleza, se meaba por todas partes, me despertaba cuando estaba haciendo la siesta, aquellos ladridos suyos agudos cómo notas violinas que se me clavaban en las sienes como dagas, no, ah!, no; ya no se la oye, qué felicidad, y encima Soledad me decía que era un ser insensible, un monstruo, quién no gusta de animales es un psicópata, me decía, qué chantaje, las mujeres son las mejores chantajistas del mundo, tienen un placer ancestral, de probeta de laboratorio, de manoseo forense, en hacerte sentirte culpable, les viene de llevarte en la barriga 9 condenados meses de tortura, de antojos estúpidos, y de un parto que no quiero ni pensarlo, es así que luego, de ese drama vendrá el tuyo, menos punzante, en cuanto a intensidad dolorosa, comparativamente hablando; sin embargo, al prolongarse la vida entera (es una venganza atemporal, maldita e intransferible para otra cosa que no sea un hombre) siempre acaba siendo mucho más terrible que su trágico periplo de 9 meses, paseando la pelota de básquet en la barriga por las esquinas y los zaguanes de la ciudad.
Realmente Javier pensaba que se sentía bien, eso parecía porque con su cara malhumorada de siempre, se hizo su café de siempre, se tomó su zumo de naranja igual que siempre, cagó como siempre puntualmente, se puso la misma ropa de siempre y se fue al trabajo que llevaba haciendo desde siempre que salió del instituto politécnico, mecánico de aviones, un buen empleo, le gustaba lo que hacía y le pagaban bien. Como siempre llegó al trabajo, dio las órdenes precisas a cada mecánico, era el jefe de mecánicos (los mecánicos lo odiaban de una manera sudada, como se odia uno su propio sobaco cuando se suelta, se esparrama sudor y no hay quién lo detenga) A la única gente que le gustaba Javier era a la empresa, porque Javier era competente al ciento por ciento, y eso las empresas lo valoran que te cagas. Javier trabajaba empecinada y ordenadamente sus ocho horas, después, mientras los otros mecánicos se tomaban unas cervezas en la cantina del aeropuerto, él se marchaba a su casa, nunca se tomó una cerveza con los compañeros de trabajo, un personaje singular, según la empresa, un mierda según sus compañeros, que si no fuera el jefe ya más de uno le habría roto la cabeza; aunque de eso, de que te rompan la cabeza, uno siempre está a tiempo. Llegó a casa, cenó una pizza para variar, es decir, siempre cenaba eso, vio el programa de Alberto Capucha, un programa de preguntas y respuestas que acababa antes de media noche, y a media noche minuto arriba, minuto abajo, ya estaba en la cama contando ovejitas como le había enseñado su madre, para encontrar el sueño, su madre, la panzona, como la llamaba su nuera Soledad. Por cierto, Javier no pensó ni un momento en su ex mujer.


III


El semáforo se puso verde, el taxista embragó y el taxi se deslizó suavemente. El taxista de orejas de lobo y alma de cordero miró por su retrovisor (la chica estaba hecha polvo), quiere que antes nos paremos en un bar, dijo tímidamente, me parece que un trago le sentará bien. Usted cree, dijo Soledad desconsolada, creo, dijo el taxista, que paró poco después en un bar llamado El Burro Azul. El taxista se bajó rápidamente del coche, abrió la puerta con suavidad, Soledad sonrió agradecida por la galantería de aquel hombre feo de cara y bello de alma, un caballero, que, le acomodó la silla al cuerpecito una vez dentro del bar; y le dijo que él tenía dos hijos, mi mujer me dejó hace cinco años el mes que viene, pensé en quitarme la vida cuando un buen día, sin más, me dijo que quería el divorcio, lo peor, lo que más me dolió fue que me dijo que me podía quedar con mis hijos, que eran igual de feos que yo, que se iba con un tío, así me lo dijo, un tío que tenía pasta a espuertas, que estaba cansada de la vida mediocre que llevábamos, que era taxista, un impresentable socialmente, me dijo, taxista, y soltó una carcajada larga de papagayo, de vértigo, señorita, le aseguro que aquella mujer, yo no la conocía, me dio miedo aquella carcajada histérica suya, en ella vi que maldecía a toda la progenie de taxistas de todo el mundo, mi padre también fue taxista, sabe, se murió el año pasado, pobrecillo, era tan bueno, se murió de un cáncer en la garganta, sabe, fumaba mucho, mire, ahí vienen las copas, eso la tranquilizará, ya verá. Yo no entiendo que tiene de malo ser taxista, alguien tiene que llevar a la gente a los lugares, no es un trabajo tan banal así como mi mujer quería darme a entender, peor, entendí que para ella yo no era nada, absolutamente nada; pero sabe (el taxista cogió aire, bebió un poco) lo peor de todo fue la ofensa contra nuestros hijos, sus hijos, mis hijos. Porqué me cuenta eso, interrogó sin darle mucha importancia a la pregunta Soledad. Porque, señorita, dijo el taxista bebiendo un sorbito de nuevo y sin mirarla directamente a la cara. Creo que acaba de sufrir una decepción amorosa, ¿no es eso? Así es, parece que estoy condenada a la soledad, me llamo Soledad, sabía, mi santa madre me podría haber puesto otro nombre, me condenaron ya bien pronto antes de nacer, qué gafe, no le parece. No, no me parece, señorita, dijo el taxista muy serio, de repente se sintió ofendido de que una chica tan bonita estuviese siendo tan dura consigo misma. Hubo una pausa de unos minutos, los dedos del taxista, por debajo de la mesa, diestramente montaban acordes sobre su muslo, la guitarra era una gran amiga suya, tocaba muy bien, sus dedos reproducían un tema de los Tequila. La chica miraba con la vista cansada a través de la cristalera de El Burro Azul, no hacía más que pensar en Javier, lo amaba, y como lo amaba, sufría, no importaba reparar en detalles racionales para intentar sacarse de la mente al sujeto, el corazón coge los caminos más tortuosos para la mente, quiere volar sin alas y sin cielo, nadar sobre el asfalto, soñar sin signos. Soledad levantó su copa, salud, dijo, salud, repitió el taxista, la chica, después de beber rompió a llorar, lloraba desde las entrañas, silenciosamente, gestionando la desesperación, su cara se contraía formando pliegues de la nariz a la frente, ahora sus ojos no se distinguían bien entre aquella congestión inevitable. En una mesa de al lado, una mujer que estaba acompañada de su marido sintió pena, el marido sintió vergüenza al ver a aquella mujer llorando. Llore, le dijo el taxista, eso la va a aliviar. La chica intentó calmarse, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón el taxista y se lo dio a la chica, ella se limpió la cara y se sonó los mocos, gracias, le dijo al taxista, devolviéndole el pañuelo, discúlpeme, se lo he dejado hecho unos zorros, no se preocupe por eso señorita, dijo él. Le importaría dejar de llamarme señorita, me llamo Soledad, nombre que detesto, pero tutéeme por favor; por cierto, y si no es mucho pedir ¿cómo se llama usted? Miguel, dijo el taxista, me llamo Miguel, para servirla. Muchas gracias Miguel, eres una persona encantadora. Gracias. A Miguel le brillaron los ojos, nunca una mujer le había dicho algo semejante en su vida.
En este mundo mediocre parecía ser que para muchos la única carta de presentación eran las apariencias, del dinero ya ni hablar. Por muchos reveses que se hubiera llevado Miguel en la vida, era una persona buena, campechana de por sí, su naturaleza se decantaba hacia el lado bueno de las cosas, incluidas las personas. Miguel era una persona que pensaba en el otro antes que en sí mismo, y lo que hacía por los demás, no lo hacía por un código ético, moral, religioso, la educación recibida en casa, no, nada de eso, lo hacía así porque no sabía hacerlo de otra manera, si es que había que hacer algo, porque uno es como es y punto; de la misma manera que el egoísta actúa de forma egoísta y no se importa con nadie. Transcurre su vida en torno a sí propio, no hace nada por los demás, y así se va yendo su vida, mirándose al espejo, contándose los granos del culo, las mujeres u hombres que logró, la casa en la playa bonita y maravillosa que tiene (si es que tiene eso), el ático en la ciudad. Es el mejor, se cree, (porque el egoísta además es megalómano), en su trabajo, en todo, y está en su derecho, está en su naturaleza desviar siempre su mirada para su propio culo, pero ese no era el caso de Miguel, y a Miguel sus hijos lo amaban con locura, la gente del barrio, sus compañeros de trabajo le estimaban y respetaban.
Soledad dio fin a su copa y a sus lágrimas y se animó. Tomamos otra Miguel, bueno, dijo Miguel, que pensó que eso le haría bien a la chica del corazón roto, bonita como ninguna.


IV


Javier se había puesto su pijama favorito, el de ositos blancos volando con avionetas rojas en un fondo rosa, daba vueltas en la cama como una croqueta, el viejo truco de la madre no estaba funcionando, había contado ya 133 ovejitas y no se dormía, Mabel, la perrita de Soledad devoraba por los pies a las algodonosas ovejitas. Una ovejita blanda y algodonosa y blanca, excepto la cara, llena de sangre, le decía a Javier que porque había traído consigo al mundo dulce de las ovejitas el holocausto, Javier no sabía que decir, mientras que Mabel estaba atacando ahora, en ese momento, a la madre de Javier, la mano en la boca, la mano gorda de la madre pendía de la linda boquita ensangrentada de la perrita Mabel, con colmillos de lobo, aquí tienes, decía Mabel, la perrita de Soledad, aquí tienes Javier, decía, tu madre quiere darte la mano, Javier se frotaba los ojos y miraba atentamente hacia la boca de la perrita Mabel, para ver si aquella cosa nauseabunda que colgaba de la boca de la perra era la mano de su madre. Es la mano de tu madre, idiota, dijo la perrita Mabel, escupiendo la manaza materna en su cara. Javier dio un salto, horrorizado, estupefacto, la mano le había manchado la cara de sangre, como un poseso, intentó quitarse aquel líquido pegajoso y deleznable, que asco, se dijo Javier, que asco. Que hay, querido, dijo la madre, le faltaba una mano, la que estaba a los pies del hijo, un ojo, que se había quedado por ahí, y tres cuartas partes de la cabellera. Javier gritó cagado de miedo, después de gritar como un cagón le dijo a aquel ser deforme y espantoso, tú no eres mi madre, tú no eres mi madre, mi madre es una señora respetable. Es tu madre, la panzona de tu madre, ¿acaso no conoces ni a tu propia madre? decía la perrita Mabel con una risita malévola que le bailaba entre la boca sangrienta y los ojillos de asesina. Mi madre no es ese monstruo, chillaba Javier. Si soy tu madre hijo, como no, ya no me quieres Javito, y le tendía el brazo amputado por la perra. No me toque, monstruo, usted no es mi madre. La madre se agachó y cogió lo que era suyo, la mano, se la llevo a la boca y empezó a meterle bocados al dedo meñique que desapareció en cuestión de segundos. Esta mano está buenísima hijo, ¿quieres un dedo de mamá? ¿Está muy buena? Decía la madre de Javier inaudiblemente, ya que con una falta de educación espantosa hablaba y masticaba al mismo tiempo. Javier dio un salto magnífico acompañado de un grito terrible y fue a empotrarse contra la puerta corredera de la terraza que estaba justo del lado de su cuarto. Sudaba como un cerdo, las manos no le bastaban para quitarse tanto sudor y miedo de la frente y del cuerpo. La pesadilla había sido tan intensa que todavía andaba buscando por la habitación a la perrita Mabel, a la mano, a la propietaria de la citada, para Soledad, la panzona, las ovejitas mutiladas. Tranquilo, tranquilo, se decía Javier, ya ha pasado, una pesadilla, seguro que mi madre está bien, no voy a llamarla ahora a las 3 de la mañana, para qué, no ha sido más que una pesadilla, puta perra esa Mabel, hablaba y todo, nunca había soñado con un bicho que hablase, de hecho, cuando sueño, la gente que aparece en ellos no dice palabra alguna; y el color, yo nunca, yo no había soñado en mi vida en color, porque ahora y con esa maldita perra tenía que hacerlo. No hay quién lo entienda, menuda mierda, lo he pasado mal, muy mal, qué pesadilla, y aquella gorda espantosa, zombi nefando, se parecía tanto a mi madre, y aquella mano en mi cara, que asco, y después aquel ser comiéndose su propia mano. Estoy muy cansado, pero no quiero dormir, por si acaso… Ya dormiré mañana… Las horas pasaron, llegó la mañana tan ansiada por Javier, que se duchó y se fue como siempre y después de desayunar lo mismo de siempre a trabajar.


V


El camarero llegó con un par de copas más, Soledad y Miguel levantaron sus vasos y brindaron, por el futuro, dijo Miguel, sí, dijo ella, por el futuro que difícilmente podrá ser peor que el pasado, salud. Bebieron. ¿Y qué ha pasado después de su separación?, preguntó Soledad. ¿A qué se refiere? Retrucó Miguel. Me refiero a si se ha vuelto a casar. No, no, dijo Miguel, estoy sólo. Este es mi tercer matrimonio fallido, dijo ella, si a la tercera no lo he conseguido creo que ya no lo consigo. Nunca se sabe, dijo Miguel, que sentía que el corazón le latía con fuerza, la sangre le corría caliente por las venas que eran como canales de esperanza dirigiéndose clamorosos al encuentro de ese hermoso mar que era la persona de nombre solitario, allí, frente a él, desecha, dolida, quién sabe por quién, por qué, la cuestión era que acababa de apasionarse por aquella mujer que una hora atrás le había pedido, vencida, derrotada, que la besase, y él, por su naturaleza bonachona, sin más motivo que ese, la había besado con tal de que ella se sintiera mejor. Y después, después, nada podía explicarse, tan sólo sabía decirse lo que sentía, una atracción muy grande por aquella mujer bajita de ojos rasgados, una muñequita delicada y frágil, amorosa y sensible como él.
¿Parece preocupado?, le preguntó Soledad a Miguel. Yo, no, que va, nada, estaba pensando en mi hijo Pedro, últimamente no está sacando buenas notas, está en una edad difícil, la adolescencia es algo despistante, no te parece. Recuerdo que cuando era adolescente quería ser cantante de rock, que locuras, no te parece. En absoluto, dijo Soledad, porque me iba a parecer una locura, a ti te lo parece Miguel. En aquel tiempo no me lo parecía y en casa siempre andábamos mal de dinero, tuve que dejar la universidad en el primer año, y ponerme a trabajar con el taxi de mi padre, el sueño musical desapareció, sin más, que se le va a hacer, pero estoy contento, ayude a mi familia, pasó el tiempo y después ya no me interesó retomar los estudios de medicina, me gusta la medicina sabes, bueno, me gustaba por lo menos, así es la vida, que te va llevando por donde tu ni te imaginas. De aquella época de adolescencia resto una guitarra española que todavía la hago sonar. ¿Qué maravilla? Exclamó Soledad. Oye, encontrarme contigo ha sido lo mejor que me podía haber pasado después de dejar la casa de mi ex marido. No se encuentra gente como tú todos los días, eres una persona maravillosa. Miguel se puso rojo, ella se dio cuenta, también enrojeció, y por primera vez sintió que ya no sentía dolor alguno, que su corazón siempre había estado junto al de aquel taxista, hombre alto y feo y amoroso, desde el primer momento en que lo vio metiendo sus maletas en el maletero de su taxi, con aquella sonrisa pura, aquel gesto suyo compasivo ofreciéndose a besarla, a ella, que estaba necesitada de afecto, de cariño, en ese momento desgarrado.
Bueno, siempre se puede ser mejor persona, pero sí, Soledad, me considero una buena persona. Lo tremendo es que ser buena gente empiece a ser excepcional, ¿no te parece? Totalmente de acuerdo, dijo ella; aunque si te he de ser sincera Miguel, y perdona por la expresión, el mundo está lleno de gilipollas (el alcohol ya estaba actuando), sin ir más lejos, ese mamón de Javier… Perdona, estoy medio borracha, no quería hablar de mi ex, es que… Te llevo a tu casa, dijo Miguel, estarás cansada, querrás estar a solas, tranquila, en casa. Es verdad, parece que me lees el pensamiento, gracias Miguel, te estoy muy agradecida.
Miguel pagó la cuenta y partieron hacia la calle Amberes, donde Soledad tenía su piso. No había mucho tráfico a esa hora y en poco menos de quince minutos llegaron.


VI


Javier trabajó duro aquel día, discutió con Abel sobre unas cajas de cambio de un Boeing que ya tenían que haber llegado, se enfadó muchísimo con el joven Abel. No es culpa mía jefe, si las cajas no están aquí, yo que tengo que ver con eso, le decía el joven con respeto a su jefe. Sois todos unos incompetentes, murmuró Javier mientras se alejaba del joven en dirección a la avioneta más próxima. Javier regresó a casa, qué felicidad, este silencio es maravilloso, pensó, no soportaba más la charla de Soledad y mucho menos aquella perra odiosa, Mabel, que pedantería, ponerle ese nombre a ese bicho inmundo. Se pasó por el supermercado que tenía a doscientos metros de su casa y compró provisiones para unos días, pizzas no faltaron y zumo de naranja tampoco. Cenó, contó ovejitas aterrorizado por la experiencia de la noche anterior y se durmió enseguida. Por la mañana se levantó descansado. El zumo de naranja traía un nuevo formato: un chico joven y atlético sostenía un gran vaso de zumo, mostrando una esplendorosa sonrisa, canteada un poquito hacia un lado de la boca, enseñando parcialmente los blancos dientes. Qué espanto, se dijo Javier, qué sonrisa impropia, sonreír es algo de gentes fútiles, vagas, falsas, la gente que sonríe no es gente que se tome las cosas serias como hay que tomárselas, con seriedad, nunca me fie de los que sonríen, nunca sonreí, por algo será, decía convencido Javier, hombre serio y responsable y calculista y premeditado y… Y ya estaba terminando el desayuno, acabando de dar el último trago de zumo, del nuevo embase de zumo de naranja sonriente, se limpió la boca con la servilleta de ositos azules, un juego precioso que le había regalado su madre. Ese día bajó por las escaleras, no entendió ni el mismo porque no bajó por el ascensor hasta el garaje para coger el coche. Se cruzó con Catalina, una mujer muy recatada que vivía también allí, como él. Le dijo a Javier, qué sonrisa tan bonita joven, seguro que debe de tener muchas jovencitas por ahí queriendo que las invite a ir al cine. Qué dice, señora, se puso muy serio Javier, está usted loca. Debe de estar bromeando, qué irónico, bendita juventud, qué guasón, dijo la señora, que veía que la amplia sonrisa de la cara del joven contradecía totalmente lo que decía. Una vez en el garaje, el coche no le arrancaba, qué coño pasa hoy joder. Salió del coche velozmente, nunca había llegado tarde al trabajo, en la calle paró el primer taxi que pasaba en ese momento.
Al aeropuerto, rápido, ordenó Javier. Sí señor, dijo el taxista, que añadió al verle la cara al sujeto por el retrovisor, bonito día, hoy. Será para usted, para mí es un día como otro cualquiera, dijo Javier. El taxista contuvo la risa, encontró semejanzas entre aquel tío que llevaba en su taxi, con un humorista catalán, que hacía que la gente se mondase de risa mientras su cara permanecía más sería que la de la reina de Inglaterra o los peces barbados. El taxista no quería pensar en aquel tío que llevaba, quién era él para pensar en nadie, el caso era que como aquella sonrisa era tan graciosa, maravillosa, de niño que acaba de recibir el regalo tan ansiado durante todo el año de Los Reyes Magos; se dio la licencia de pensar, o no pudo evitar pensar que algo muy especial le acababa de pasar a aquel tío, no hacía ni un día, no, esa sonrisa era tan fresca que no podía tener más de unas horas, tan reluciente y fragante era. ¿Qué habrá sido eso tan fantástico que le ha pasado a este tío?, se preguntaba el taxista, mirando a escondidas por el retrovisor de su taxi. Debe de haber sido algo excepcional y a la vez muy secreto, el tío está con esa felicidad desbordante y no dice esta boca es mía; ya sé, pensó el taxista, le ha tocado la lotería, es eso, le han tocado un montón de millones. Estaban llegando al aeropuerto, el taxista no podía contener hacer algún comentario, ese tío contagiaba felicidad a borbotones. ¿Hoy parece ser su día de gracia, caballero?, soltó el taxista sin poderse reprimir. Oiga, dijo Javier, muy mosqueado, para variar, no tengo ni puta idea de lo que tiene usted dentro de la mollera, pero de todo menos neuronas, si todavía le quedan unas poquitas, haga el favor de callarse la boca, se lo agradecería, y lléveme al aeropuerto, estoy llegando tarde al trabajo, y eso es algo que detesto. El taxista miró por el retrovisor, he metido la pata, se dijo, esperaba encontrar una cara seria en su retrovisor después de la bronca del individuo; pero no, para sorpresa y alegría suya y, desconcierto agradable, el tío aquel seguía sonriendo maravillosa y brillantemente, es un irónico el hijo de puta, es un genio del humor y del despiste el muy gañán, pensó el taxista, que le dijo al individuo de la sonrisa perenne, es usted el colmo, qué, cómo dice, replicó Javier, digo, dijo el taxista, que es usted fantástico, dígame, es usted cómico. Ya estaban llegando. Esta usted loco, dijo Javier, qué le debo. Nada, dijo el taxista, gente de su sentido del humor y alegría tienen cuenta gratis hasta Sebastopol. Javier se bajó del taxi contrariado, su frente se contraía como cuando se hace ese impulso muscular anal para cagar, y su sonrisa no se despegaba de él ni un milímetro; cuando llegó al taller, Bandido, Pepe Bandido e Isidoro Demetrio, los mecánicos más viejos y, por tanto los que más le conocían, no entendieron bien la jugada. Javier con una sonrisa indescriptible en su cara, indescriptible porque no lo habían visto reír ni sonreír en la vida.
-Qué pasa, pasmarotes -les dijo Javier al dúo de alucinados- parece como si me vieseis por primera vez en vuestras vidas.
-No, si, bueno, es algo muy extraño-, dijo Bandido.
Javier, como un sargento, los puso como siempre a trabajar. Venga, sacaros los pájaros de la cabeza, que el B-180 y el Fénix, tienen que estar listos para mañana, si no, me cae a mí el puro, y yo no me como el marrón de nadie. Venga, a currar Bandido, Isidoro. Uno al otro le dijo, a mi no me engaña con esa espléndida sonrisa de pos coito, sigue siendo el cabrón de toda la vida, tienes razón dijo el otro, tienes toda la razón. Lo que no acabo de entender es de qué cojones se sonríe ese cabronazo. Le habrá tocado algún buen pellizco en la lotería. Será, dijo el otro. Será, Bandido.
Al entrar en la oficina Javier. Rita, la secretaria, se estaba tomando un café calentito, del susto, del susto de verle a Javier la cara, con aquella sonrisa. Rita, inadecuadamente, del pánico claro, expulsó el café hacia delante con violencia, el café fue a parar al pecho de Javier, que se puso como un demonio con Rita, que si estás mal de la cabeza Rita, esta camisa me la regaló mi madre para mi cumpleaños, despierta Rita ostia, mira lo que haces, maldita sea Rita esta camisa era un regalo de mi madre, y el café deja mancha. Rita, Rita… Toda la empalagosa y ardua bronca de Javier se derretía en su propia sonrisa, que por mimetismo u otro tipo de ensamblaje hasta hoy indescifrable se acopló a la cara de Rita; pero en realidad (si es que eso existe) no fue por arte de magia que a Rita le brilló una sonrisa en la cara, y después le vino la risa, empleadas ambas del humor. Simplemente Rita al ver aquella sonrisa de Javier, pensó que Dios existía y que Javier, por fin, había quemado su carnet de socio de honor del club de los mal follados, de los estreñidos que cagan mensualmente y a cuenta gotas, que Javier estaba siendo irónico, era una gracia verlo igual de capullo que siempre con aquella sonrisa imperecedera y afable, qué tío, pensó Rita, Dios existe, se dijo en voz muy calladita para dentro de sí, la flor de la Rita, que también hacía un porrón de años que conocía a Javier, y nunca lo había visto mover un solo músculo de la cara, a no ser para contraerla como un perro cuando se enfadaba, que era en la mayoría de los casos.


VII


Las ruedas del taxi, muy gastadas, chirriaron como comadrejas en una sauna finlandesa, un ruido repelente, por lo demás, que si te pilla fuera del coche te da hasta tericia, se te ponen los pelos como escarpias, pero ese caso injurioso nunca se da para el productor del acto, el tío geta del coche que no cuida de sus neumáticos como debiera; y la afronta, porque lo es, la sufre el peatón, que encima, tiene que ir andando, no tiene coche, y está prohibido de experimentar esa exquisita sensación de joderle el alma a los peatones por unos gloriosos segundos que dura la frenada.
Bueno, empezó Miguel, una vez los dos fuera del automóvil, aquí se acabó el viaje. Es en este edificio donde vives. Sí, dijo ella, me puedes ayudar a subir las maletas. Claro, dijo Miguel, tan caballeroso como siempre. Los dos se colaron en el ascensor con las maletas, y Mabel, que dormía como un bebe en los brazos de Soledad. Una vieja muy mona y coqueta cerraba el círculo formado en el cubo que subía a regañadientes tirado por los flacuchos brazos de acero del ascensor que era tan viejo como la vieja. ¿Cuánto tiempo llevan casados?, disparó la vieja coqueta. No estamos casados señora, dijo Miguel avergonzado, soy taxista y ella es mi cliente y le estoy ayudando con las maletas. Eso, dijo Soledad, me está ayudando con las maletas, eso es todo, qué cosas… La vieja curvó el ceño, y asintió afirmativamente con la cabeza, ya, él, es taxista y, usted, señorita, su cliente, claro, y yo soy caperucita roja, no. Hágame el favor joven, pulse en el 3, vivo en el tercero. La vieja se salió del ascensor, no sin desearles buenas noches guiñándoles un ojo.
-Simpática la señora. –Dijo Miguel.
-Simpatiquísima. –Añadió ella.
Los dos se quedaron mirando el uno a otro, Mabel se despertó un instante, le echó una ojeada a Miguel y se volvió a dormir a pata suelta. Entraron las maletas. Miguel ya se marchaba, le había dicho a Soledad que había sido un placer conocerla, que tal vez algún día, quién sabía, se encontraban por la ciudad y entonces… Entonces, Miguel, por favor, quédate en casa conmigo. Miguel se sintió el hombre más feliz del mundo cuando oyó a la chica de ojos rasgados decirle que se quedara en su casa, eso le daba la esperanza de que se quedara en su vida, eso le hacía latir el corazón con fuerza, la abrazó con intensidad, lo mismo que ella, quedaron abrazados durante un espacio de tiempo que se perdió en el espacio y en el tiempo, ya nunca jamás se separarían.


VIII


Basta Rita, dijo Javier, se puede saber de qué te ríes, qué es lo que tiene tanta gracia, te parece gracioso haberme jodido la camisa que me regaló mi madre. Deja de sonreír puñetero, le dijo la chica, que de la risa, tuvo que acuclillarse por el dolor de barriga. Javier la dejó allí riendo a ras del suelo, en cuclillas, no entiendo nada, pensaba Javier, se ha vuelto todo el mundo majareta menos yo. Se metió en su oficina, revisó una serie de presupuestos, y después pasó a ver a los mecánicos. Éstos intentaban disimular su asombro, sin embargo, Javier percibía que nada era normal, que algo estaba pasando, y lo peor, que tal vez ese algo tuviera algo que ver con él. De hecho, el día había sido muy extraño, la mujer de la escalera con aquel comentario lírico, el taxista graciosillo llamándole cómico y otras sandeces por el estilo, la locura de Rita, los mecánicos que lo habían mirado como si acabasen de ver a un fantasma. ¿Qué coño está pasando? Preguntó Javier, porqué me miráis así, le dijo a varios mecánicos con los que estaba hablando. Nada jefe, dijo uno de ellos, es una sorpresa verle sonriendo, y buena, eso es todo jefe. Sonriendo yo, pamplinas, os habéis vuelto locos. Se fue directo a la oficina, al lavabo directamente para mirarse en el espejo. Allí ante el espejo estaba su cara seria de siempre, la misma cara seria de toda la vida, desde el bautizo hasta el mismo momento en que se miraba ahora en el espejo. Si quieren tomarle el pelo a alguien que se vayan buscando a otro, majaderos, qué será lo que pretenden con eso. Volvió de nuevo con los mecánicos, los puso a trabajar. Venga, venga, a currar, dejaros de guasa y a currar, en casa ya haréis bromitas con vuestras suegras si las tenéis, ahora no es hora, ahora es hora de trabajar. Los mecánicos flipaban en colores con Javier, era otra persona, sonreía infinitamente, daba gusto, y también a algún que otro mecánico aquella sonrisa le daba repelús.
Una vez acabada la jornada, Javier le pidió a Rita si le podía acompañar hasta casa. La tarde estaba tibia, el crepúsculo iluminaba cálidamente y con un brillo sonoro los edificios, los parques, las avenida por donde circulaban tranquilamente y en silencio Rita y Javier, quién miraba por la ventanilla del coche con una hermosa sonrisa la hermosa sonrisa del crepúsculo que caía mágicamente sobre la ciudad, los perros, la gente que paseaba a los perros, los coches de al lado del de Rita; por cierto, en un taxi, una vez parados por el semáforo, que nada tenía que ver con aquello, Javier reconoció al graciosillo de la mañana, llevaba a una mujer a su lado que se parecía mucho a Soledad, coño, si es Soledad, gritó Javier, Soledad y Miguel giraron el cuello hacia la izquierda, que era de allí justo a un metro, de donde venía el grito. Dios mío, exclamó Soledad, es Javier sonriendo, juraría que era el cachondo cínico que llevé esta mañana al aeropuerto, dijo Miguel. Es Javier, Miguel, es Javier, mírale, sigue sonriendo y mirándonos y sonriendo. No entiendo ni flores, dijo ella, que seguía sin entender nada, porque Javier seguía sonriendo y mirándoles sin decir nada, él también estaba sorprendido de ver a su ex mujer en un taxi, con un taxista tan feo en plan absolutamente todo menos la relación que se establece entre servidor y cliente, ella estaba montada delante y con una mano en su muslo derecho.
El verde del semáforo hizo que la sonrisa (para Soledad) pegajosa y fantasmagórica de Javier se volatilizase. Miguel emprendió la marcha unos metros detrás del coche de Rita, en el carril paralelo de la avenida La Paellera del General Payo, conocida por todos como la "paya" El siguiente semáforo los igualó. Soledad se acercó a la ventana de Miguel y le dijo a Javier que estaba muy feliz de verle tan feliz. Yo, dijo Javier, me alegro de que tengas tan buen gusto para escoger hombres tan atractivos. No te lo digo, es un cachondo ese tío, dijo Miguel, dirigiéndose a Soledad. Es el mismo desgraciado que conocí, dijo ella, por mucha sonrisa bonita que se ponga en la cara, porque es postiza, no me la creo, es un completo asocial, soso y despreciador del mundo animal, nada tan insensible como esa patética carta de presentación. Estás segura, le dijo Miguel a Soledad, mírale, a mi esa sonrisa no me parece falsa. Javier seguía sonriendo y mirándoles, en realidad estaba celoso de aquel taxista tan feo, para variar estaba cabreado, con su amplia sonrisa, únicamente desconocida por él mismo. Javier le dijo a Soledad que mejor estaba sola que mal acompañada. En esas que Miguel, a pesar de la sonrisa del otro, el cinismo y la ironía de la mañana, todo, todo junto le sudo un huevo, se bajó del coche, lo sacó por la ventanilla cómo si fuese un saco de patatas, y le metió un bofetón con la diestra que le desapareció hasta la maldita sonrisa. Discúlpese ante mi compañera, le dijo Miguel a Javier, éste, que era muy orgulloso trago saliva, no decía nada. Quiere recibir otra, le dijo Miguel. No, no, me disculpo, claro, faltaría más, te pido disculpas Soledad, te deseo que seas muy feliz con este caballero. Se llama Miguel, dijo Soledad. Eso, Miguel, dijo Javier, que seas muy feliz con Miguel Soledad, y usted Miguel, perdóneme, hoy he tenido un día pésimo, lo siento, y se metió en el coche de Rita cabizbajo. Se oían los bocinazos de los coches a todo trapo, hacía un minuto de reloj que aquellos habían parado el tráfico.


IX


Rita dejó en casa a Javier, Miguel hizo lo propio con Soledad. El taxista tenía dos hijos, uno de ellos ya emancipado, el otro, era un adolescente de 16 años. Ambos, Soledad y Miguel estaban preparando las cosas para vivir juntos. Una mañana, unas semanas después de aquel luctuoso hecho en la avenida paya, Soledad quiso hacerle una visita a Javier, era domingo, lo encontraría seguro. Los fines de semana siempre estaba en casa, siempre que no estaba trabajando estaba en casa; así pues, tomó coraje y fue a verle, le tenía muy preocupada aquella visión de Javier con aquella sonrisa tan impropia de él, parecía como brujería. Soledad tocó el timbre, Javier abrió la puerta, se sorprendió al tener ante sí a Soledad. Pasa le dijo a Soledad. La chica entró, él la acompañó hasta la sala. Siéntate, le dijo, como tú por aquí Soledad. Bueno, si quieres que te diga la verdad, estaba muy preocupada contigo, y me sentía fatal por todo lo que pasó con Miguel y contigo. Siento mucho lo que pasó, te debo una disculpa. No tienes que disculparte de nada, el grosero fui yo Soledad.


Soledad estaba ante otro hombre, para nada aquel ser arrogante y egoísta que no escuchaba a nadie, hasta su voz sonaba diferente, dulce, cortés. Cariño, estás hablando sólo, dijo una voz femenina, una mujer apareció en la sala. Soledad, Elisa, Elisa, Soledad, un placer dijo Soledad, el placer es mío dijo la otra. Me ha hablado muy bien de ti, Javier. No me digas, dijo sorprendida Soledad. La chica se retiró, disculpad dijo, tengo que afeitarme los pelos de las piernas, de eso no se escapa ninguna mujer, verdad querida. Es cierto, dijo Soledad, que nunca tuvo un pelo en casi ningún lugar. Oye, Javier, me voy a marchar, Miguel y yo vamos a comer fuera de la ciudad, sólo quería pasar a verte un momento, y veo que estás fenomenal, me alegro, de corazón. Gracias, pero bueno, ya ves, estoy como siempre. No, dijo ella, estás mucho mejor. Gracias de nuevo Soledad, yo también me alegro de verte y saber que sigues con aquel taxista tan feo, dijo Javier, mostrando una hermosa sonrisa en su sempiterna seria cara. Ya veo que no has cambiado nada, hijo de puta. No, no he cambiado nada ni quiero, salvo que ahora sonrío de placer, dijo Javier orgulloso. Sonríes de placer, dijo Soledad mordiéndose un labio de la rabia, pues sonríe de nuevo. Claro, Soledad, sin ningún problema, y una sonrisa se fue abriendo bellísima y pausadamente como la cola de los pavos reales y sus dientes brillaban y sonreía y era capaz y a la vez de reírse, lo cual quería decir que se había superado y pasaba de las formas (la sonrisa) para llegar al contenido (la risa) y Soledad muy rápida sacó del pequeño bolso de tela un espray de laca y le apagó la sonrisa de brillantina, que él ya nunca pudo ver jamás, lo dejó ciego.
Después de aquello, a Javier hoy día, en su barrio, lo conocen como el Sonrisa sonría. Nadie sabe bien porqué. El hecho es que a todo sonríe ciegamente, como si no oyera nada, el ciego de los cojones.


FIN